La dicharachería se ha venido convirtiendo en una especie de lenguaje de barriada, en una extraña y amañada terminología, que a manera de un código cifrado de los estratos bajos, solo lo entienden ellos, como si, de alguna manera, a base de retazos de palabras, hubieran deseado crear su propia jerga, para establecer diferencias, casi que idiomáticas, entre su mundo de desarrapados y los que habitan estratos diferentes.
Pareciera que en el humilde oficio de recicladores, hubieran hecho lo mismo con las palabras, recogiendo, a empellones, trozos descompuestos en desuso, pedazos de ideas parcialmente averiadas y expresiones notoriamente desgastadas por la entrada en vigencia de los nuevos modismos.
De esa manera han montado su propio taller excepcional y dado vida a su nuevo lenguaje, complementado a veces con diferentes asociaciones gráficas.
Con ello se ha dado lugar a un nuevo vocabulario, cuyo origen de las palabras nadie conoce, ni menos aún, tiene respuesta exacta.
Es tan desconocido como la fuente de alguno de los atentados terroristas, o como la paternidad de los hijos sueltos de las artistas, que algunas veces suelen llevar hasta la tumba, como si se tratara de secretos de Estado.
Pero no solamente ocurre con los modismos y palabras recientemente creadas por ellos. También sucede con expresiones que la gente utiliza con la mayor cotidianidad.
No existe lingüista, investigador o académico capaz de ahondar en el fondo de la cultura popular, el nacimiento de tales palabras.
“Corroncho”, es una de ellas. Consagrada como la mayor expresión popular del litoral atlántico, se extendió por todo el país, de norte a sur, hasta penetrar los selectos salones de la aristocracia bogotana, lo mismo que las tradicionales y abarrotados bailaderos de salsa de Cali.
¿De dónde desciende lingüísticamente, cuál su raíz ancestral? Algunos filólogos del trajín popular, expertos en expresiones colombianistas y sobre todo en el léxico costumbrista de algunas regiones, han manifestado que el corroncho es un árbol que se da silvestre en algún lugar ardiente de la costa Atlántica.
Otros han insinuado que se trata de la manera peyorativa como los costeños de la ciudad, llaman al campesino ordinario, burdo y patán.
Verdad o mentira, lo único cierto es que esta expresión adquirió vida propia, gracias al mágico rumor que, de boca en boca, recorre caminos y ciudades.
Pero vale la pena hacer una necesaria aclaración. Alguna vez apareció escrito en una revista de circulación nacional, la absurda noticia de que el corroncho era la versión calenturienta del lobo bogotano. No hay nada más disparatado, me dije al instante. El lobo es una vulgaridad, un ignorante cuadruplicado, un desperdicio. El lobo es aquel producto de la subcultura, que habiendo conseguido dinero a manos llenas, adquirió, como suele ser costumbre ahora, sobre todo en época preelectoral, un costoso cuadro de Botero, e inmediatamente lo despojó de su marco original, para encerrarlo en uno de platino, chillonamente pintado en marrón café con leche y verde loro. Corroncho es el tendero de Vereda de San José de la Montaña, que recorta de un almanaque de “Café Galavis” la imagen del rico que vendió al contado y el arruinado que vendió a crédito y la pega con cuatro tiras de esparadrapo transparente, en la pared de su desnutrido establecimiento.
Lobo es el que compra en Miami, una maleta “Sansonay” de color rojo, y luego la llena de dólares, para venir a impresionar a sus primas que viven en Guaimaral, a quienes les promete obsequiarles algunos cuadros originales de su amigo el pintor. Corroncho es el tonto inocentón que sale del barrio San Luis, a visitar a unos parientes que viven en Bucaramanga, y al bajarse de la flota le pregunta a un maletero, como si estuviera en la estación de buses de la Diagonal Santander: “Oiga, usted sabe donde queda el taller de modistería de Josefa, la hija de mi compadre Bonifacio?”.
Lobo es el Funcionario repelente, imprudente y bocón, que por su ordinariez personal y aspecto desabrochado, está muy lejos de parecerse a aquel diplomático de finas maneras, elegantemente vestido y de temperamento mesurado y ecuánime. Lo es también aquel representante internacional, que en vez de llevar consigo el mensaje de la conciliación, pareciera cargar, bajo el hombro, un pesado abrefuego intimidatorio.
Corroncho es aquel aguantapalos incorregible, que en términos institucionales, en este país, le sigue suavizando el espinazo de tanto ejercitar la genuflexión, en vez de formularle, con valerosa determinación, la misma medicina al guerrillero.
En fin, corroncho es aquel ingenuo, que a la manera del tonto inocentón que se bajó del bus en el terminal, aún sigue creyendo que lo mejor es seguirle confiando la maleta andina al lobo feroz.