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El tesoro más fraternal del mundo
La felicidad suele hallarse en la sublime tarea de intentar darla.
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Sábado, 26 de Diciembre de 2015

Solemos invertir la mayor parte de la vida buscando la felicidad, tratando de hallarla. Y terminamos muriendo intentando alcanzarla, sin haber entendido que ella suele de pronto aparecerse, asomarse repentinamente a ráfagas. Si no nos hemos olvidado, del todo, de la luz de donde procedemos y si de vez en cuando un destello estremecedor pretende enceguecernos, es porque hemos percibido  su lumbre primigenia, que no puede mas allá de un instante relumbrarnos, para no terminar ardiendo como antorchas. Lo mismo suele ocurrir con la felicidad, la atisbamos a resplandores que, para no cegarnos, tienen que ser intercandentes.

La felicidad suele hallarse en la sublime tarea de intentar darla. Dar justicia, dar amor, dar fe, dar esperanza. Hay quienes son profundamente felices queriendo ayudar a los demás. El juez que ahonda en la profundidad de la norma, tratando de hallar donde poder descubrir la libertad. El hombre que entrega su ración de hambre, a un desconocido que parece desfallecer a su paso. El letrado que se detiene frente a la ignorancia de un niño, enseñándole a que aprenda, sin tachones, como conservar la inocencia.

Si creemos en los demás, jamás los veremos diferentes. No serán nuestros contendores, sino seres afines que miraremos iguales, aún siendo distintos. Lo mismo que suele ocurrir con los espejos, que diferenciados en un ángulo de más, en una arista minima, en un reflejo imperceptible, en un esguince de luz, no habremos de notarlo, si enmarcamos en ellos nuestra figura inmodificable. Si nos miramos en los demás, como reflejados en nosotros mismos, nos veremos como una casa llena de ventanas, por donde caben hacía el interior todas las miradas y de donde salen hacía el exterior todos los rincones.

Y es en la edad temprana donde la felicidad más suele acercarse. Los niños son felices porque no llevan sobre sus espaldas, la angustia que han venido acumulando sus mayores. Ellos todavía encuentran en los sonidos que el viento deja en las hojas de los árboles, el susurro de duendes lejanos, hablándoles de mundos encantados, repletos de chocolates y juguetes. En ellos el asombro es la felicidad; ese ir descubriendo cosas, lugares y sonrisas diferentes, aleteos de pájaros y trinares diversos.

Pero al crecer ya nada suele asombrarlos. Todo parece dolerles o incomodarlos. Solo a quienes no los abandona la sencillez, siguen jugueteando con la felicidad. Ello debido a que es la única que se sigue pareciendo a la infancia. Son dos etapas donde se esta desnudo de prejuicios, limpio de culpa y ausente de premoniciones.

La felicidad es una niña traviesa y juguetona, que suele jugar a las escondidas con la sencillez y meterse en los lugares más obvios, donde solo puedan encontrarlas los que tengan el alma limpia y la dulce sonrisa de un chiquillo.

Hay algunos para quienes la felicidad solo está en el dinero. Suelen equivocarse, pues entre más lo adquieren mas lo añoran, convirtiéndolo en una aspiración inalcanzable. Para otros, es creer en si mismos, es tenderse en un campo escuchando como suena la vida, las alas de los pájaros y el crecer de los frutales. Es oír los aletazos detenidos de los colibríes, picoteando de millones de besos el delicado perfume de las corolas. Es disfrutar sobre la piel desnuda del rocío, el verdor purificado de un mundo, que otros han venido envenenado, tras de su afán insaciable y ambicioso.

Para quienes han dedicado unos minutos de su tiempo a entronizar en su corazón la esperanza, como un canto de alas infinitas, capaz de cubrir de música la tierra, habrá de llegarles la felicidad cual un relámpago, que anidará en el árbol de su alma, como el tesoro más fraternal del mundo.

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