El primer periódico que hubo en Las Mercedes se llamó El Progreso. José Mendoza Duarte (Chepe, hoy diácono) y quien esto escribe, nos propusimos por allá en la década del 60 del siglo pasado, sacar dos hojitas mimeografiadas con noticias del pueblo, y tuvimos el atrevimiento de llamarlo periódico.
El mimeógrafo era manual, hecho de tablas y una tela transparente que dejaba pasar la tinta como si fuera un colador. En máquina de escribir, a la que le quitábamos la cinta, perforábamos el papel stencil que colocábamos en nuestro mimeógrafo casero, y con el rodillo de mi mamá, de la cocina, regábamos la tinta sobre el stencil y pasaban las letras a la hoja blanca. El tiraje era de veinte números, salía los domingos y lo vendíamos a diez centavos. Teníamos cuatro voceadores, que se regaban por el pueblo con el consabido grito: “El Progresoooo, el Progreso… con las últimas noticiaaaas”. En realidad eran las últimas noticias pero de ocho días atrás, ya que el proceso de digitalización, edición e impresión demoraba una semana. Alcanzamos a sacar seis números hasta que la empresa quebró porque los anunciadores no nos pagaban los avisos, con el cuento de que el periódico salía muy chorreado de tinta. Fue mi primer fracaso como periodista.
Las Mercedes siempre ha sido un pueblo de mamadores de gallo, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Ante la quiebra de El Progreso, nos aventuramos Chepe y yo con un programa de humor, los sábados al anochecer a través de la Voz parroquial. La Voz parroquial eran dos cornetas que, en lo alto del samán de la plaza, difundían las noticias de la parroquia. El párroco nos facilitó los micrófonos (era un microfonito), con dos condiciones: que antes de empezar leyéramos la epístola y el evangelio del otro día, domingo. Esa parte la hacía Chepe que ya tenía inclinaciones sacerdotales, las que dejó a un lado por Chabela, y sólo llegó a diácono.
La segunda condición, que yo (mamador de gallo empedernido) no le fuera a echar vaina al cura, ni a la parroquia, ni a los diezmos y limosnas. Se lo juré con la mano en alto, y la mirada fija en el crucifijo del estudio de transmisión (una mesita con el amplificador, en un rincón del despacho parroquial).
El programa se llamaba La Voz del Cacho, y lo escuchaban en todo el pueblo porque no había televisores ni radios. Todos los chismes, los cuentos, las metidas de pata, las peleas de marido y mujer, los celos, las mocitas secretas, todo salía por la Voz del Cacho, aunque con nombres cambiados y algunas modificaciones de modo, tiempo y lugar. Jamás dimos a conocer la verdadera identidad de los comprometidos en esos casos de cachomanía, que nuestros secretos corresponsales nos informaban.
Pero el verdadero periodismo se dio, tiempos después, con Simeón Rodríguez Lázaro, de quien ya he hablado en otras oportunidades, un tipo buena gente, reparador de radios dañados, diente de oro y una cicatriz de machetazo que le atravesaba la cara.
Con baterías de carro, cachivaches de aparatos que conseguía, y un pedazo de alambre como antena, montó una emisora, a la que llamó La Nuevecita, la Voz de Las Mercedes. El único problema es que cuando salía al aire La Nuevecita, en los radios del pueblo sólo se podía escuchar esa emisora pues copaba todo el dial. Esto le ganó algunas enemistades, por lo cual su presentación diaria era: “Con ustedes la Nuevecita, La Voz de Las Mercedes. Les habla Semeón Rodríguez Lázaro, el hombre que no le come ni mierda al pueblo”. (Continuará)
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