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El paro y la pretensión totalitaria
El paro desencadenó un conjunto de hechos políticos de suma importancia.
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Martes, 3 de Diciembre de 2019

El “paro” no fue nacional pero fue mucho más que un paro. No fue nacional porque la inmensa mayoría ni protestó ni se unió al paro y solo salieron a marchar en todo el país unas 250.000 personas. En las marchas del 2008 salieron, como mínimo, cuatro millones a protestar contra las Farc. 

Pero fue más que un paro. Por un lado, tras unas marchas que fueron pacíficas, el final del día vino con disturbios y enfrentamientos con la Policía, ataques a los sistemas de transporte masivo y, en Cali el 21 y en Bogotá el 22, con saqueos a comercios y viviendas. 

Por el otro, el paro desencadenó un conjunto de hechos políticos de suma importancia. Aunque la semana fue mostrando un languidecer acelerado de las protestas hasta las apenas mil y pico de personas en las calles del jueves pasado, Duque se apresuró a plantear una “conversación nacional” con el ánimo de revisar la política social del gobierno. 

Los gobiernos deben tener el oído fino para captar, más allá de las elecciones, lo que los ciudadanos sienten y dicen. Y deben escuchar con atención a quienes protestan. Pero no pueden negociar su agenda ni horadar el sistema democrático que les da su legitimidad. Su deber es adelantar, con los ajustes indispensables, la propuesta programática por la que votaron sus electores. 

Pues bien, cuando el paro moría, lo devolvieron a la vida con una carta, firmada por el comité nacional del paro, la izquierda en todos su matices, el santismo y el samperismo. Los firmantes demandan un “diálogo eficaz” con el Gobierno para “garantizar la concertación de acuerdos sobre los problemas fundamentales del país […] que deben plasmarse en medidas verificables”. 

De paso, pretenden que el diálogo verse, no sobre las propuestas del Gobierno sino las de la “sociedad civil”, la implementación del acuerdo con las Farc y retomar negociaciones con el Eln, la reforma política, la política de seguridad, la reforma política y electoral, las medidas “para cumplir con la consulta popular anticorrupción” y el medio ambiente. Es decir, salvo la política internacional, todo. 

Pues bien, ocurre que esa pretensión es ciertamente antidemocrática. Ni los 250 mil marchantes ni el comité del paro son “el país”, ni los firmantes de la carta representan a “la ciudadanía”, como dicen en su carta y cuya voz pretenden arrogarse. Como mucho, se representan a sí mismos y a sus organizaciones. Pero no al resto de colombianos, ni a los 48.5 millones que no marcharon, ni a los 19.6 millones que votaron en las elecciones del 2018. Los marchantes son apenas el 1,27% de los votantes, el 0,51% de los colombianos. 

Es antidemocrático e inconveniente reemplazar el debate en el Congreso por el diálogo directo con grupos sociales para la definición de las agendas, las políticas y programas que debe adelantar el Gobierno. En Colombia, las leyes se hacen en cuatro debates, en órganos distintos, con tiempos definidos entre cada uno. Las reformas a la Constitución en ocho, en dos legislaturas distintas. No es un capricho. La Constitución ha previsto un sistema deliberativo, razonado, plural y pausado para hacer y modificar las leyes y cambiar la Constitución. En el Congreso están representados 18 partidos y movimientos distintos, todos ellos, menos las Farc, con probado respaldo ciudadano. 

Finalmente, hay que decirlo con todas sus letras, es una pretensión totalitaria que unas minorías, que además perdieron las elecciones, quieran imponer su agenda y sus posiciones políticas a las mayorías silenciosas que no marcharon y a las mayorías que ganaron en las urnas. Y es una pretensión fascista que quienes están organizados corporativamente, por muy representativos que sean de sus grupos sociales, pretenden reemplazar al Congreso y al gobierno elegidos popularmente. Y es fascismo puro y duro pretender gobernar por las vías de hecho, por la posibilidad de organizarse e ir a las calles, por la capacidad para perturbar la movilidad y el orden o por la violencia para enfrentarse a la Fuerza Pública o causar daño a los indefensos ciudadanos. 

Sí, el Gobierno debe oír a los marchantes, pero no puede, de ninguna manera, negociar su agenda, sus políticas y sus programas.    

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