La fuerza de la solidaridad tantas veces invocada y tan raramente vivida, adquiere un nuevo sentido ya no como un mero atributo o “adorno ético” personal, sino como condición de supervivencia individual y social en estos tiempos. La pandemia nos ha desnudado la fragilidad del individuo, del egoísmo personal y ha reivindicado, en medio del temor a una amenaza agazapada, que natural y culturalmente somos seres sociales que solo nos realizamos y sobrevivimos como especie en la interrelación humana.
La modernidad, con su carga de individualismo y racionalismo exacerbó el orgullo humano hasta llevar a las personas a considerarse corazón y razón de ser de la vida, donde manda su bienestar hedonista; con un único límite: el deseo o la ambición. Los humanos como pequeños dioses caprichosos y coronados por “la diosa razón”.
Pero llegó la pandemia y desnudó nuestra fragilidad como personas y de nuestro hábitat social, corroído por el egoísmo y el inmediatismo que lo priva de la potencia del propósito compartido, dejándonos a merced de lo imprevisto, de lo intrascendente, del pequeño horizonte de vida, enconchado en su amurallado y seguro mundo personal. Y todo esto en medio del temor y la zozobra alimentado por la presencia de la muerte, exactamente lo contrario a una pseudocultura que buscaba borrarla del escenario de la vida individual.
Las fuerzas naturales se han hecho sentir para recordarnos que la razón no manda. Por ello, no solo nuestra vida biológica y social se encontró confrontada, amenazada por el virus que en días atropelló los ordenamientos sociales preexistentes e hizo aflorar mil y una grietas en el cuerpo de sociedades que en buena medida se mantenían en pie por la fuerza de una rutina que el Covid volaría en mil pedazos.
La vacunación avanza y el virus no cede, mutando a versiones cada vez más violentas mientras que la esperanza humana le apuesta a la capacidad de la razón puesta en la ciencia, con el arma de una vacuna desarrollada en tiempo record, y frente a la cual se dan dos posiciones antagónicas. La de quienes se resisten por razones no sustentadas - muchas de carácter religioso o de un primitivo espíritu libertario -, y su polo opuesto: ver en la vacuna, la varita mágica, que nos permitirá volver a nuestra realidad, al mundo anterior a la pandemia, “a lo de antes”.
Y con ello, se les dice adiós a las medidas de prevención, aprendidas por la humanidad a lo largo de siglos para contener las plagas, y ahora la pandemia. Con una ilusión negacionista pretenden regresar a las viejas rutinas y olvidan que allí está el bicho, al asecho, presto a aprovechar el menor descuido para atacar. Indudablemente en esta lucha a muerte, la vacunación universal es necesaria pero no suficiente.
Y es allí donde el comportamiento social marca la diferencia. No es una mero hecho fortuito que países con culturas como las Confucianas con una disciplina social probada, hayan salido mejor librados, como es el caso de Taiwan: solo once fallecimientos en un año de pandemia.
En Occidente, Colombia incluida, manda la indisciplina y la inconciencia social; como consecuencia, la epidemia conoce nuevos picos de contagios y muerte. La irresponsable pretensión es volver a una vida social o de familia normal que, junto con la inocente reunión con los amigos de siempre, constituyen las principales ocasiones de contagio, pues al estar en confianza y desprevenidos, se olvida que el virus está suelto y al asecho. Él sí, no baja la guardia.