Hablaba en estos días con algunos amigos de mi generación, recordando vivencias infantiles. Al mencionar la cocina de la abuela, llegamos a una conclusión indiscutible.
Nada que pueda abrigar más aquellos recuerdos del pasado, que las hayacas navideñas, que al fuego de la leña decembrina se cocinaban en los solares de las viejas casonas.
Arrimados al improvisado fogón, casi que pegábamos el oído a la candela, para oír el bujido de la olla que repleta hasta el máximo, parecía lanzar unos fuertes ronquidos, mientras en su vientre procesaba el más apetecido de los sueños.
Aunque parezca mentira, el secreto de aquel sabor inolvidable radicaba no tanto en lo que la hayaca llevaba por dentro, sino en lo que contenía por fuera.
Las viejas madrugaban a la plaza a conseguir las hojas de biao, una planta que se da silvestre, y cuyas alas de envolver se parecen mucho a las del plátano.
Se detenían en el detalle de que las hojas fueran grandes y jugosas y con las venas bastante verdosas y pronunciadas. Solo compraban aquellas que hubieran sido cortadas con el tallo largo, porque para ellas las de tallo corto se desangraban antes de tiempo, se retostaban y no le daban sabor y gusto al contenido.
Las hojas, decían ellas, si bien no servían para comer, sino para envolver, al final venían a convertirse en el principal ingrediente de la hayaca. Igual ocurría con la pita con que se amarraba el envoltorio.
Tenía que ser delgada y fuerte, como la que aún utilizan algunos pescadores de bocachico y rampuche en el rio Zulia, que debido a su estado de pobreza, no usan cañas ni piolas de nilón.
Un nudo que se aflojara o se soltara dejaba escapar calor al cocimiento y agretiaba la masa deformándola.
Cuando la olla crujía como soltando maliciosas risotadas, era porque las aceitunas estaban adquiriendo un color verde caqui, lo cual significaba que el cerdo, el pollo y los garbanzos estaban dando el punto.
Cinco minutos después se bajaba la olla, dejando escapar de su interior el inconfundible y delicioso olor de las uvas pasas.
Con mis amigos estuvimos de acuerdo en que la hayaca formaba parte esencial de nuestras más añoradas tradiciones.
No existe navidad o año nuevo, donde no se haga presente.
Es más, hay municipios y veredas del Departamento, donde no se protocoliza un matrimonio, si a la mesa del jolgorio no se sirven acompañadas del espumoso chocolate, las irremplazables hayacas Nortesantandereanas. En la Cúcuta de aquel entonces, existió una mujer, de quien recuerdo la llamaban “La Gorda Remigia”. Era maestra incomparable en el arte de hacer hayacas. Tenía unas manos benditas para el perfecto condimento y para darle el gusto adecuado a todas las comidas que preparaba. Desde el mes de septiembre empezaban a hacerle los encargos de diciembre. No había oficina o casa respetable que de “Remigia”, no se acordaran en esa época.
Cuentan quienes tuvieron el privilegio de verla hacer el envoltorio, que parecía un sastre inglés, en el oficio de doblar las hojas y hacer los amarres correspondientes. Aquello quedaba como una obra de arte. Tupía y entrelazaba de tal manera las hojas de biao, que al producirse el cocimiento, por entre las hendijas de los tallos no se escapaba ni un solo aliento de vapor.
Cuentan que en una ocasión un viejo carpintero, luego de pasar por donde “Remigia”, antes de seguir para su casa, le aceptó una cerveza a un compañero de trabajo. Como suele ocurrir entratándose de la navidad, la cerveza hubo de extenderse por varias horas. Al llegar a su casa y no encontrar a su mujer, que disgustada se había ido a donde unos parientes, se resignó a destapar la hayaca, soltar la pita y abrir la hoja. Cuál sería su sorpresa cuando del interior brotó el humo vaporoso, que subió hasta su cara, dejando en ella una expresión de felicidad nunca antes vista.
Cogió las hayacas y arrancó a correr a donde su mujer, la que al verlo con aquel rostro de felicidad, pregunto qué había ocurrido. Milagro mija y empezó a destapar las hojas, mientras el vapor se escapaba a borbollones.