Si lee en medios o redes que un Presidente ha anunciado que desconocerá los resultados electorales si pierde y, así, ha reconocido que se aferra ilegalmente al poder, usted piensa en Argentina, Brasil, Venezuela, Guatemala o Bolivia. Vienen a su mente Perón, Castelo Branco, Chávez, Ríos Montt o Morales. Si al mismo tiempo incita a los militares a estar de su lado si pierde las elecciones, no hay duda de que se trata de un jefe africano. Si avanzando lee que el general de más alto grado en las Fuerzas Armadas, ha respondido que “la ley y la historia son claras en que los militares no tenemos ningún papel formal en la resolución de controversias electorales”, usted sabrá que la conspiración autoritaria va en serio.
Esto ocurre lejos de Sierra Leona, Rwanda o Surinam: en los Estados Unidos de América, hasta ahora baluarte de la democracia y de la libertad de iniciativa y expresión; en el país que ha usado su fuerza sin paralelo para derrocar dictadores que se quieren atornillar sin legitimidad; para apresar generales que interfieren elecciones; un país que ha advertido a todo el orbe que el estado de derecho debe ser respetado, aunque a veces abuse; el país que critica a Maduro porque se va a robar las elecciones para congreso; el país que, con ciudades en llamas encendidas por el racismo enemigo de la paz, descalifica los Acuerdos del fin del conflicto en Colombia, la desmovilización y desarme a las Farc, una de las amenazas más evidentes para la seguridad nacional de EE. UU. y del hemisferio; todo para buscar unos voticos colombianos en el este y en el sur aún a costa de nuestro sosiego. Los EE. UU. de estos 3 años han descalificado su creación militar más sofisticada para la defensa de la libertad, la OTAN y han calif
icado los soldados muertos de “perdedores”. Han renunciado a su membresía a la OMS, en medio de la más grave emergencia sanitaria global. Han impuesto un mal candidato del exilio cubano, estadounidense él, para la presidencia del BID, contra la tradición sobre la dirección en manos latinoamericanas de este organismo de desarrollo hemisférico; todo, otra vez, para buscar unos votos adicionales en la Florida.
Han salido de tratados de desarme nuclear, han frenado el accionar de la ONU y han amenazado empresas privadas para que tomen tal o cual decisión que Trump desea. Han creado una nueva guerra fría esta vez con China, mientras que a Putin le alcahuetean actos y declaraciones autoritarios. Estados Unidos ya no es el aliado estratégico de Europa: la UE ha perdido la confianza en la administración Trump. Y el Secretario de Defensa, ante la incitación por parte de su jefe para que el Pentágono intervenga en unos supuestos comicios alterados, los que elegirán Presidente de los EEUU, declara, como cualquier ministro brasileño, que está en contra de tal eventualidad y que por ningún motivo considera conveniente la aplicación de la Ley de Insurrección, la que le daría a Trump poder para sacar a los militares a las calles y enfrentar a la población civil.
Mientras, Brasil y Colombia se alinean con Trump. En el caso de Colombia, con nuestra actitud de acatamiento sin beneficio de inventario, hemos dañado nuestro principal activo en Washington: el apoyo de Demócratas y Republicanos a nuestros intereses comunes, como son la lucha contra la delincuencia organizada, el desarrollo económico más acelerado, la defensa frente a Venezuela, la migración y el liderazgo regional.
W. Leuchtenburg en su libro sobre Presidentes de EEUU, cita a la Suprema Corte, ahora camino de la caverna política, cuando hace décadas sentenció: “EEUU no tiene derecho a esperar que siempre sus líderes sean sabios y humanitarios, sinceramente apegados a la Constitución. Hombres malvados, ambiciosos de poder, con odio por la libertad y desacato a la ley, pueden llegar al puesto alguna vez de Washington y Lincoln”. ¿Los resultados de noviembre podrán salvar esa democracia del precipicio?