Me invitaron la semana pasada a la Escuela Superior de Administración Pública, a dictar una charla sobre el Día del Idioma. Les cogí la caña, de una, a las directivas de la Escuela, primero, porque soy amigo de don Quijote, me gustan sus aventuras y sus enseñanzas. Y soy amigo de Sancho Panza, su fiel escudero, de quien admiro su sabiduría pueblerina. Segundo, porque hablar de lectura y escritura me apasiona, sobre todo en estos momentos en que los adelantos tecnológicos mandaron la lectura p’al carajo. Muchachos y viejos, con pocas y honradas excepciones, prefieren clavarse de cuerpo entero en el celular, que leer palabras impresas. Y tercero, porque donde dicen libros, ahí estoy, y no se puede hablar del Día del Idioma, sin hablar de libros.
Compartí tarima ese día, o mejor, esa noche, con Édgard Cortés, excelente columnista de este periódico y con Jorge Bautista, docente de la ESAP, escritor y buen amigo. La directora, Rosalba Villamizar, además de su don de gentes, tiene un gran puntaje a su favor: hace algunos años ella fue docente en Las Mercedes, pueblo del que guarda muy buenos recuerdos, según dice, lo cual nos une y hace que ella y yo nos sintamos como parces. Anita, de Bienestar institucional, y Gloria, bibliotecaria, viejas amigas mías (no amigas viejas), nos hicieron la noche amable con sus generosas y cariñosas atenciones.
El auditorio estaba lleno de profesores y estudiantes. Cuando me tocó el turno de mi intervención, les hablé de la importancia de los libros para aprender, para recordar, para distraerse, para no sentirse solo, para disipar las tristezas, para todo. “Por eso –les dije- hay que conseguir libros como sea, comprándolos, buscándolos prestados y no devolviéndolos (No se sabe quién es más pendejo, si el que presta libros o el que los devuelve) o robándolos, si es el caso. Cuando dije esto, la bibliotecaria, Gloria, casi se desmaya: “No diga esto, Gustavo, que me dejan sin libros”. Tuve que corregir, que robaran en otras partes menos en la biblioteca de su universidad, porque nadie roba en su propia casa.
Les hablé, después, de don Quijote, de quien dije que había enloquecido de tanto leer libros de caballería, que no comía por leer, no dormía por leer, no hacía otra cosa sino leer. Por eso se le secó la mollera y la teja le quedó corrida para siempre. De modo que les di otro consejo: Lean, pero no lean mucho. Coman, duerman, jueguen, enamoren y lean. Todos exhalaron un suspiro de alivio, al ver que la tarea era leer, sin dejar de hacer las otras actividades.
Para finalizar les leí un ensaladilla sobre don Quijote, que alguna vez escribí para leerla en la Torre del Reloj, en una celebración oficial del Día del Idioma, cuando la Gobernación celebraba con platillos y maracas este día.
Me gustan las ensaladillas porque son una expresión de la poesía popular, que se compone y se declama en caminos, pueblos, posadas y campos. De vez en cuando hago ensaladillas porque veo que a mucha gente le gusta. De modo que así terminé, metiendo a don Quijote en el auditorio de la ESAP de Cúcuta. Estos son apenas unos versos de la citada ensaladilla:
“..Se llamaba don Quijote/ lector de libros voraz/ novelas caballerescas/ devoraba sin cesar/ hasta que cierta mañana/ la teja se le corrió/ empezó a hablar carajadas/ que nadie se las creyó./ Un caballo flaco y viejo/ el hombre se consiguió/ y con escudo y celada/ cual caballero se armó/ con ánimo aventurero/ se fue a la buena de Dios/…