El viernes de la semana pasada, 18 de mayo, la Academia de Historia de Norte de Santander, comandada por el presidente, Ernesto Collazos Serrano, conmemoró un año más de la tragedia de Cúcuta cuando la destruyó el terremoto, y les rindió homenaje a quienes la reconstruyeron y la siguen reconstruyendo. El orador central fue el arquitecto Álvaro Riascos, quien le ha aportado mucho al desarrollo urbanístico de la ciudad.
Cúcuta, en aquel 1875, era en realidad un pueblo grande, de casas de bahareque y tapia pisada con techos de paja y tejas de barro; calles de tierra y algunas, muy pocas, empedradas; plazas llenas de oitíes, mangos, naranjos y matarratones, donde los arrieros amarraban sus bestias, los domingos, mientras iban de compras y a misa y a la cantina a echarse unos guarilaques.
Al medio día de ese viernes, la tierra se sacudió con fuerza, las casas se desplomaron, las mulas se desgaritaron y varios miles de cucuteños murieron. A Piringo, que estaba robando, lo pasaron al papayo. Digo mal, no había papayos. L o pasaron al cañafístolo. Desastre total.
Pero los sobrevivientes no se amilanaron. Enterraron a sus muertos, lloraron, recogieron los escombros, y entre suspiros y recuerdos levantaron de nuevo a Cúcuta, según el trazado de Francisco de Paula Andrade. El pueblo se volvió ciudad, de calles anchas y arborizadas, se hicieron edificios y San José de Cúcuta echó a andar de nuevo.
No ha sido el único desastre. El sitio de Cúcuta, cuando en Colombia andaban enfrentados godos y cachiporros, también significó otra tragedia. Muertos, heridos, apestados, quebrados (sus negocios), fueron el saldo doloroso de esa trifulca. Pero pasó la furrusca, los enemigos se amistaron y Cúcuta volvió a recuperarse. “P’alante porque p’atrás asustan”, decían, y San José de Cúcuta echó a andar de nuevo.
Otro sacudón: el viernes 27 de febrero de 1983, el precio del bolo venezolano se vino abajo. De dieciséis pesos que valía un bolívar, cayó a cuatro pesos. Los comerciantes que no eran de aquí se largaron, los hoteles quedaron vacíos, los cambiabolívares cerraron sus maletines y las limosnas en la iglesia disminuyeron. Lo malo es que de ese sacudón no pudimos recuperarnos.
Y menos con los gobiernos del difunto Chávez y del vivo Maduro, que se patrasiaron en todo con su tal socialismo.
Ahora se nos puso pior la vaina con la cantidad de venezolanos que nos llegó. Ya no sabemos qué hacer con ellos. Éste ha sido tal vez el peor terremoto que nos ha podido pasar. Un cataclismo social, económico y político. Y sin solución a la vista porque Maduro sigue ganando “sus” elecciones. Y aquí todavía hay gente queriendo votar por Petro, chavista confeso y defensor de Maduro, aunque a veces lo disimula. ¡Dios mío, Dios mío, perdónalos, porque no saben por quién votan.