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De los antiguos barrios de tolerancia
Era la época en que las señoritas eran de verdad eso, y las novias debían llegar vírgenes al matrimonio.
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Miércoles, 23 de Noviembre de 2016

Se llamaban así: barrios de tolerancia. Todo el mundo sabía de qué se trataba y dónde quedaban y para qué servían. Era la época en que las señoritas eran de verdad eso, y las novias debían llegar vírgenes al matrimonio. Los muchachos y muchachas de ahora se ríen con desparpajo cuando oyen hablar de esa sagrada costumbre: la virginidad hasta el matrimonio o hasta la muerte.

Hablo de las mujeres, porque a los hombres no se les hacía esa exigencia. Es más. A los varones no sólo no se les exigía permanecer intactos, sino que los mismos papás se preocupaban por buscar la manera de que, ya volantones, de quince años en adelante, los muchachos conocieran mujer.  

Es la manera, decían, de que los hijos no tomen costumbres solitarias o se inclinen hacia gustos homosexuales o de animales.  El papá se confabulaba con el tío sinvergüenzón o el primo fiestero o el amigo guapachoso, para que llevaran al joven a la zona de tolerancia, donde las mujeres aquellas. Había que inducirlo sanamente por el camino de la vida.

Se sabía que las mujeres de aquellas casas eran profesionales en el asunto y trataban con especial dedicación y pedagogía a los sardinos inexpertos, que llegaban por primera vez a solicitar sus servicios, de manera que en adelante ellos pudieran defenderse con altura y dignidad en tan delicadas faenas.

Pero además se sabía que no había peligro de enfermedades porque las damiselas debían someterse periódicamente a exámenes médicos. Las Secretarías de salud estaban pendientes del control, y sus inspectores  garantizaban la sanidad de aquellos lugares. No se conocían entonces enfermedades graves como el sida, sino simples y ocasionales blenorragias, llamadas comúnmente gonorreas, controladas con una inyección de penicilina.

Las muchachas, por su parte, lo sabían y lo aceptaban, pues creían conveniente que el novio llegara al matrimonio preparado y experto en las lides de las intimidades amatorias.

He recordado todo esto porque la pensadera se me alborota ahora cuando veo en las noticias que nos está invadiendo una gran cantidad de prostitutas venezolanas, y yo me pregunto:  ¿Quién controla a estas pobres diablas que les tocó salir de su país porque allá  literalmente la cosa se les puso peluda? ¿Dónde están nuestros inspectores de sanidad de aquellos tiempos, controlando y repartiendo carnés de profesionalismo? ¿Por qué se acabaron la Ínsula y el Magdalena, como barrios de tolerancia? ¿No eran acaso zonas alegres donde había profusión de luces y colores como si vivieran en constante navidad? ¿La música y las elegantes pistas de baile y las muchachas bonitas (según dicen) no eran un atractivo bullanguero, pero sano? ¿El turismo prostibular no era acaso beneficioso para la ciudad?

Estos y otros interrogantes me desvelan. Pienso en el bien social que prestaban aquellas chicas, reemplazadas ahora por las prepago que sólo piensan en plata y no en la alegría y la diversión y las buenas maneras.

Ojalá nuestro burgomaestre y sus asesores piensen en reestablecer este tipo de zonas, y traigan pereiranas, costeñas, manizalitas y paisas, nacidas por aquí en nuestros pueblos, pero que aprendan a hablar y a actuar como si fueran de por allá. El turismo aumentaría, nuestras vírgenes seguirían con su virginidad y tal vez no habría tanto mariposo por las calles. Ojalá.

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