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De las pescas milagrosas
¿Pero y la carne? ¿Enemiga? Si acaso por lo costosa.
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Martes, 11 de Abril de 2017

Nos tocaba comer pescado todos los viernes de la Cuaresma. Esa era la norma en mi pueblo de infancia. No hacerlo significaba caer en el pecado. Los muchachos no entendíamos por qué la carne era prohibida, tal vez por aquello de que  el demonio, el mundo y la carne eran los tres enemigos del hombre, según nos enseñaba Astete.

Uno sabía que el demonio era un enemigo de cachos y cola, envuelto en llamas y al que  había que temerle porque nos podía llevar a cuestas. Del mundo no era mucho lo que sabíamos sino que la tierra era redonda como una naranja, o sea que el mundo era redondo porque el mundo era la tierra. ¿Por qué era enemigo? Ni imaginarlo.

¿Pero y la carne? ¿Enemiga? Si acaso por lo costosa, más que la yuca y la papa, pero enemiga, lo que se dice enemiga, jamás.

Sin embargo, había que obedecer. Y si en Semana Santa era prohibida, no había más remedio sino buscar alternativas. Huevos o pescado. El huevo se daba en casa. El pescado lo traían los arrieros, seco y salado, desde Ocaña,  proveniente de Gamarra y otros pueblos de las riberas del río Magdalena.

Pero no siempre había la forma de comprarlo. De manera que tocaba ir  a la quebrada, a pescar panches y sardinas, o al río en busca de  algún bagre. Recuerdo las noches oscuras y tenebrosas acompañando a mi papá al río, con linterna y atarraya. Yo sentía voces entre los árboles y pasos en el agua. Los espantos se hacían sentir, pero la pesca era abundante. Mi mamá decía que la pesca era milagrosa porque nos daba para comer pescado durante todos los días santos.

El término de pesca milagrosa no era de mi mamá sino de los evangelios. Jesús llegó al mar de Tiberíades donde pescaban algunos apóstoles, sin que hubieran sacado nada en toda la noche. Entonces Jesús les dijo: Echad las redes allí, y las redes salieron repletas de pescado. Fue una pesca milagrosa.   

La frase, tan bonita,  se perratió cuando los grupos guerrilleros empezaron a “pescar” gente en las carreteras, a ver qué “pescado gordo” caía en sus garras y retenes. Las gentes temían viajar por tierra por miedo a las tales pescas criminales.

Afortunadamente el Ejército y la Policía empezaron a darles duro a los “pescadores” de gente (eran otros gobiernos) y la normalidad volvió a los caminos.
   
Y pudimos volver de noche a pescar en Semana Santa. Una noche de Cuaresma, viviendo ya en Cúcuta, nos fuimos mi papá y yo a la represa del río Zulia, en busca de peces.

Después de varias horas, la pesca era regular, de modo que decidimos zambullirnos, al pie de la represa para regresar con lo poco que habíamos conseguido. De pronto, sucedió el milagro. Comenzaron a bajar por el río, panches, rampuches y golosas, de manera tal, que los agarrábamos a manotadas, sin necesidad de atarrayas ni de anzuelos. Llenamos dos mochilas y un costal grande. Algo nunca visto. Los demás pescadores también se aprovecharon de la bajanda (pues no era subienda). En la casa tuvimos pescado hasta más allá de la semana de pascua, y hubo rampuches para regalarles a los vecinos.

Los amigos a quienes les cuento esta pesca milagrosa, no me creen. Pero mi testimonio es verdadero, como dice el evangelista, pues lo cuenta quien lo vio, y todo es la puritica verdad, sin quitarle ni ponerle.  Por eso yo digo que los milagros existen.  Con bagres incluidos. 

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