Todas las despedidas son tristes, dice el decir popular. Y parece ser cierto. Ninguna despedida es alegre, aunque hay excepciones, por supuesto. Cuando la hija solterona logra conseguir marido, la despedida después de la boda es llena de alegría. ¡Por fin!, dicen los papás de la novia. ¡Qué vaina!, dicen los papás del novio. Se van a luna de miel entre la alegría de todos. Sin embargo, alguna lágrima escondida se cuela entre la felicidad.
Recuerdo las despedidas de antes cuando el muchacho se iba para el cuartel, que era como ir a la guerra. Era una tragedia para la familia. Tragedia que comenzaba con el día del reclutamiento. Cualquier domingo, a la salida de misa, aparecían en el pueblo, sin saberse de dónde habían llegado, piquetes de soldados que perseguían a los jóvenes hasta darles alcance para llevarlos a prestar el servicio militar obligatorio.
Los muchachos saltaban cercas, volaban por los techos, se metían debajo de las camas. Pero los soldados de la patria, ágiles y bien entrenados, saltaban cercas, volaban por los techos y se metían debajo de las camas, detrás de los fugitivos que se negaban a ir a cumplir con la patria, hasta que los alcanzaban.
El día de la partida, las abuelas, las mamás y las tías, hacían coro de lágrimas y de recomendaciones y de letanías, rogándole al cielo que al muchacho no lo fueran a mandar al frente de batalla. Ni a las zonas guerrilleras. ¡Triste despedida!
Me refiero a los hijos de familias pobres. Porque los hijos de los ricos jamás iban al cuartel. Sus papás movían influencias, giraban cheques y pagaban la libreta militar del hijo. Porque la patria tiene dos clases de hijos: los pobres, que la defienden hasta con su vida, y los ricos que la usan para su beneficio.
Pero estábamos hablando de despedidas. Cuando la hija o el hijo se van a otra ciudad a seguir los estudios superiores, la despedida no deja de ser triste, a pesar de que se sabe que cada seis meses, por vacaciones, el joven estudiante estará de nuevo en la familia. La mamá, entre suspiros y congojas, le arregla la maleta, y el papá lo acompañará para conseguirle la pensión y recomendárselo al amigo.
Pero de todas las despedidas, la que se les da a los muertos es la más triste, por lo definitiva. El cementerio se llena de lloros, y la tumba, de flores y de tierra. Despedir a un ser querido es una experiencia desgarradora. Aunque hay muertos a los que despide con vallenatos y con mariachis, según hayan sido los gustos del muerto. El regreso desde el cementerio es amargo, silencioso y triste. “Dios mío, qué solos se quedan los muertos”, dijo un poeta.
Hablo de despedidas, recordando la de hace pocos días. La que en el mundo entero se le dio al año viejo. Es una despedida rara, atípica, como ahora dicen. Despiden al año que se va, con música, baile y trago. Pero cuando llegan las doce de la noche, todo el mundo arranca a abrazarse y a llorar y a moquear. Le echan la culpa al año que se va, de todas las tragedias y golpes recibidos durante los doce meses. Queman al viejo y lo estallan con pólvora, como con rabia colectiva. Y sin embargo, lloran y jartan, de desconsuelo.
Los funcionarios oficiales se aferran a sus puestos y no quisieran nunca despedirse de ellos. Algunos, aunque los echen, siguen pataleando a punta de tutelas y otros recursos, tratando de quedarse en ellos indefinidamente. Ahora que se habla de revocatorias, imagino a Santos y a Maduro y a ciertos gobernadores, pidiéndoles a las ánimas del purgatorio que les ayuden en este trance tan difícil, para no tener que despedirse del carguito, tan sabroso y que tantos beneficios les depara. Sí, señor.