Las Mercedes es un pueblo rodeado de agua y de montañas por todas partes, menos por una, por encima, por donde queda el cielo siempre azul. En mi niñez, la naturaleza se metía por los solares y los solares llegaban hasta los aposentos. Por eso, desde muy niño, conocí las culebras, y aprendí a tenerles miedo. Nosotros no íbamos a las culebras. Eran ellas las que venían hacia nosotros.
La mapaná, la rabiamarilla, la cascabel, la cazadora, la trompeternero, la voladora y otras cuantas circulaban a su antojo por montes, caminos y rastrojos. Cuando las veíamos, yo y los primos corríamos con el jopo entre las manos, en busca de la mamá que nos protegiera.
Mi mamá me decía: “Mijo, téngales miedo a los espantos y a las culebras. Los espantos lo matan a uno del susto, y las culebras lo matan del veneno”.
Más tarde, en clase de religión, la maestra se esforzaba por inculcarnos que las culebras no sólo eran peligrosas por el veneno, sino porque lo hacían pecar a uno, como sucedió en el caso de Adán y Eva, que se dejaron convencer del cuentico aquel de que “sólo la pruebita”, con el que la serpiente los enrolló y los majaderos cayeron en la trampa. Y desde entonces, la humanidad sigue cayendo en la trampa.
Ya adultos, aprendimos que hay otra clase de culebras, no menos peligrosas, las que persiguen a los deudores. Lo malo es que ya no está la mamá para que nos proteja. Pero hay otra clase de culebras, a las que le han puesto el mismo nombre, pero en diminutivo: culebrillas. Yo creía que se trataba de una culebra pequeña, a la que por cariño se le llamaba culebrilla.
Pero me di cuenta que la gente no le tiene cariño sino que le saca el culillo, por lo mala que es. Se trata de un virus que se va regando por la piel, en forma de culebra (de ahí el nombre, seguramente), con un dolor del carajo y un ardor intenso, a veces con fiebre, y malestar y decaimiento. Yo la sufrí en carne propia la semana pasada. Me apareció en el pecho y se fue extendiendo en dirección a la espalda. Ronchas y brote, creciendo, alargándose, y el miedo mío cuando algunos amigos me comenzaron a advertir que tuviera cuidado pues si dejaba que se juntaran la cabeza con la cola, yo marcaba calavera, y hasta ahí duraba Anverso y Reverso. Manos a la obra, me dije. Lo primero que debe hacer es hacerle una cerca de rayas donde vaya la hijuemadre, para que no pueda pasar, me dijeron unos amigos de Las Mercedes. Me hice hacer la cerca, pero la tal por cual se pasó. Hágale un círculo, a manera de tatuaje, para que se meta ahí de cabeza y no pueda salir, me aconsejó un amigo del Carmen de Nazareth. No me gustan los tatuajes, pero éste era con marcador, de modo que acepté.
El círculo salió roto y el animalejo volvió al ataque. Vaya donde un rezandero, me dijeron una amigas muy queridas de Venezuela, pero no conseguí rezanderos. Por fin, alguien me consiguió un rezandero a distancia. Yo le mandé la foto del recorrido culebrero, y el tipo desde por allá, hizo el rezo al aire y que el viento me trajera la sanación. Durante esos días no hizo viento y el rezo parece que no llegó. Fui, como último recurso, al médico, quien se rio de mí en mis propias narices: “Tan viejo y creyendo en carajadas”.
Me dolió lo que me dijo, no tanto por mis creencias pueblerinas, sino porque me dijo viejo. Inyecciones, pastillas, antibióticos. Nada. Ahí sigue, vivita y coleando, a paso de tortuga, pero avanzando y creciendo, “como crecen las sombras cuando el sol declina”. A última hora, un viejo amigo, que se las da de brujo, me llamó para regañarme: “¿Usted no sabe, carajo, que yo curo todo eso, mal de ojo, culebrilla, cursos, quebraduras y males puestos? ¿Por qué no vino a mí? Me acordé de Jesús: “Venid a mí, todos los que estéis agobiados, que yo os aliviare”. Pero mi amigo no se llama Jesús, sino Rito. Si él tampoco sale con nada, acudiré a los santos, pero no sé cuál es el santo que se le mide a curar culebrillas. Si alguien lo sabe, ojalá me lo haga saber. Pero pronto, antes de que la cabeza se tope con la cola. gusgomar@hotmail.com