Ocurren, con diferente intensidad y alegando distintos motivos, en muy dispares lugares, desde París y Barcelona hasta Santiago, Quito y Bogotá. La caracterización es similar aunque, por supuesto, también hay diferencias.
Unos grupos organizados, más o menos numerosos, se toman las calles, destruyen el mobiliario público y atacan la propiedad privada. En todos los casos, los líderes son de izquierda radical y cuentan a su disposición con células entrenadas en tácticas de saboteo y enfrentamiento con las fuerzas policiales y, a veces, la comisión de actos terroristas. Y, usan como carne de cañón a los estudiantes.
En Barcelona la excusa es el proceso independentista. En Quito, el fin de los subsidios a la gasolina. En Santiago, el aumento de la tarifa del Metro. En Bogotá… en Colombia sirve cualquier excusa.
Sí, manifestarse y protestar son derechos que, además, deben ser protegidos por las autoridades públicas. Están fundados en un derecho humano, el de reunión, reconocido en los tratados internacionales, Pero mucho va de la manifestación y la protesta al vandalismo y los actos terroristas. Manifestarse y protestar son derechos que deben ejercerse de manera “pacífica”, de acuerdo con los tratados internacionales. Y su ejercicio está “sujeto a las restricciones previstas por la ley, que sean necesarias en una sociedad democrática, en interés de la seguridad nacional, de la seguridad o del orden públicos, o para proteger la salud o la moral públicas o los derechos o libertades de los demás”. La redacción es casi idéntica tanto en la Convención Americana de Derechos Humanos como en el Pacto de Derechos Civiles y Políticos.
En resumen, la manifestación y la protesta solo pueden ser pacíficos, no pueden violar derechos y libertades de los demás ciudadanos, y pueden ser regulados, “restringidos” dicen los tratados de derechos humanos, por razones que van desde la seguridad nacional y el orden público a “la salud o la moral públicas”. De manera que sí, está fuera de toda duda, los estados tienen no solo el derecho sino el deber de regular la manifestación y la protesta. Y de controlar a los manifestantes cuando acuden a la violencia y reducir a los saboteadores y terroristas que operan entre los protestantes. Además, los gobiernos y la Fuerza Pública no pueden olvidar nunca que su tarea fundamental es la protección de los derechos y libertades ciudadanas y que no es legítimo ni lícito poner a los grupúsculos protestantes por encima de las mayorías ciudadanas.
Por otro lado, las protestas muestran, en Europa y en América Latina, una constante: la penetración cultural del pensamiento socialista en amplios sectores ciudadanos que hoy están convencidos de que tienen el derecho a recibir del Estado subsidios y prebendas. Los gobiernos también son responsables, no hay duda, de haber generado esas dependencias. Cuando la realidad económica obliga a limitar esos subsidios y prebendas, la reacción es la indignación, la calle y, no pocas veces, la violencia.
Ahora bien, en nuestro continente las protestas no parecen espontáneas sino coordinadas. Son la reacción de la izquierda radical, antes alimentada por los petrodólares del chavismo, a la pérdida en las últimas elecciones del control gubernamental que tenía en varios países. Al giro en el signo ideológico, la izquierda responde con una estrategia sistemática de saboteo a los nuevos gobiernos.
En Colombia, la estrategia quedó esbozada en el discurso de Petro el mismo día de la elección de Iván Duque: bloqueos, paros y protestas a lo largo y ancho del territorio nacional. Para eso, se usan grupos que, aunque minoritarios, están altamente organizados, tienen liderazgos fuertemente ideologizados y cuentan con capacidad para coordinar sus acciones en el tiempo y en el espacio. Grupúsculos minoritarios que se toman las calles, una y otra vez, a veces pacíficamente, muchas con “vanguardias” violentas.
Ese es el reto que debe entender el Presidente: tiene que actuar para impedir que, a las dificultades de gobernabilidad que ya tiene en el Congreso y en los medios por cuenta de su valiente y vital decisión de ponerle freno a la mermelada, se sume una crisis de gobernabilidad por cuenta del vandalismo y la violencia en las calles.