Santa Claus estaba triste, cansado y desilusionado. Era diciembre y había recorrido todos los caminos del mundo, entre nubes y vientos, para recoger las cartas de los niños en los que pedirían sus regalos. Santa Claus sabía que la jornada más intensa era la del 24 en la noche para amanecer el 25, pues en una noche debía hacer entrega de todos los pedidos infantiles.
Año tras año, Santa se entregaba en cuerpo, alma y corazón a hacer felices a los niños de todo el mundo. Nadie le pagaba, nadie le daba las gracias, nadie pensaba en sus trabajos. Ni las mamás, ni los padrinos, ni los abuelos se detenían a explicarles a los niños que en los regalos de la nochebuena estaba la mano del Niño Dios, que se valía de Santa Claus, o de Papá Noel, o de los Reyes Magos para entregar los regalos.
Pero eso a Santa lo tenía sin cuidado. Sabía que la ingratitud es una condición propia de los humanos. Le bastaba con la sonrisa de los niños cuando abrían sus regalos, al pie del pesebre o junto al árbol de Navidad. Ese era su mejor pago.
Sin embargo, esta vez era distinto. Supo que algo andaba mal desde que empezó su recorrido por buzones, correos y debajo de almohadas en busca de pedidos. Para completar, sus renos se mostraban agotados, algo que nunca antes había sucedido. Sudaban a chorros, se les veía sedientos y se negaban a galopar a velocidades de vértigo, como lo ordenaba el manual de los renos navideños.
Rudolph, el reno líder, apenas trotaba y los otros ocho renos seguían su trote cansino y desganado. La rena Chiqui, tan joven y elegante, se ahogaba de cansancio. Y Relámpago había empezado a cojear, como si se le hubiera caído una herradura.
Santa Claus detuvo el trineo, tomó su catalejo y miró hacia abajo. Estaban sobre un pueblo pequeño y solitario, pero alcanzó a divisar una herrería, así que descendió hasta el patio, oloroso a fragua, a humo y a trabajo. Lo atendió don Vidal, el herrero, advirtiéndole que nunca había hecho herraduras para renos. Sólo para caballos, mulas y burros.
Mientras el herrero trabajaba, Santa les dio de beber a sus renos, les limpió el sudor y les habló al oído, animándolos a no desfallecer. Pero él mismo estaba bajo de forma. Ya los niños no le escribían. No creían en los regalos del Niño Dios, ni de Santa Claus, ni de Papá Noel.
Recordó las navidades de antes, cuando repartía carritos de madera, muñecas de trapo, pelotas de letras y trompos. Él descendía por las chimeneas, se metía por las ventanas o se colaba por la puerta de atrás. Cuando los niños despertaban encontraban sus regalos y él, desde las nubes, escuchaba las risas de los niños y los gritos de felicidad.
Ahora, todo era distinto. Los niños sólo querían celulares, tabletas y juegos electrónicos, algo que a Santa Claus le resultaba imposible porque nada sabía de los adelantos tecnológicos y por lo tanto no podía fabricarlos. La tristeza del viejo había contagiado a los renos.
Cuando don Vidal terminó su trabajo, Santa le preguntó:
-¿Cómo se llama este pueblo?
-Las Mercedes –le contestó el herrero.
-¿Y por qué no hay niños jugando en la calle?
-No salen por miedo. En cualquier momento la guerrilla se mete y mata gente y causa estragos. Aquí ahora somos un pueblo triste.
Santa Claus se subió al trineo y una lágrima rodó por sus blancas barbas. Parece que los renos también lloraron.