No recuerdo la fecha precisa en que lo conocí. Sólo sé que hace muchos años. Lo vi que venía hacia mí, con pasos tímidos, pero con un maletín repleto y pesado. “Otro vendedor de enciclopedias”, me dije, y traté de pasar a la otra acera para sacarle el cuerpo. Pero el tipo conoció mis intenciones, aligeró el paso y en dos patadas me alcanzó. En mitad de la calle me dijo:
-Qué pena abordarlo aquí, en plena calle. Pero necesito hablar con usted. Yo soy don Grim.
-¿Don Grim? –pregunté haciendo memoria-. No lo recuerdo y voy de afán. Otro día hablamos.
-Es que yo soy escritor como usted –me dijo-. Y hago versos, como usted, y escribo humor, como usted-. Tomó respiración y siguió hablando, mientras les sacábamos el quite a los carros y a los madrazos que nos echaban los conductores.-Y me gustaría mostrarle algunos de mis escritos.
Lo tomé del brazo y, como pudimos, salimos del tráfico de la Gran Colombia. ¿Escritor? ¿Poeta? ¿De humor? Tengo debilidad por los que escriben, porque yo ando en el mismo cuento. De modo que se me acabó el afán, lo invité a un café y le jalamos a la lectura de sus versos. Allí, en una cafetería cercana, duramos mucho tiempo, llenándonos de tinto, agua y poesía. Hasta que nos sacaron con un “vamos a cerrar”.
Ese fue el comienzo de una larga y bonita amistad. Siempre lo veía uno con su maletín repleto de libros de su autoría:unos, publicados por editoriales; otros, fotocopiados y empastados en tipografías baratas; unos, ya concluidos; otros, en proyecto. Pero el hombre vivía de cuerpo entero metido en sus libros y sus versos.
Vendía, fiaba, regalaba. Don Grim hacía lo que fuera con tal de que lo leyeran. Pero no sólo publicaba obras suyas. También daba a conocer poesía antigua, popular, aquella que declamaba la gente de antes: El duelo del mayoral, La leyenda del horcón, Por qué no tomo más, El brindis del bohemio, El borracho…Y él mismo las declamaba porque tenía una memoria prodigiosa.
De sus apellidos Donado Grimaldo, sacó su seudónimo: Don Grim. Pero su nombre de pila era José Gilberto, el que utilizaba tal vez para sus otras diligencias personales. Desconozco cómo se presentaría ante lasmuchachas. Pero, de una u otra manera, lo asediaban, le pedían autógrafos, le pedían libros con dedicatoria, y Gilberto las complacía aunque no se dejaba manosear. Incluso, en ocasiones se mostraba esquivo.
Todos estos recuerdos se me vinieron, de golpe, el viernes pasado, cuando supe que Don Grim había muerto. No podía creerlo, si tres días atrás nos habíamos encontrado. Me contó que estaba repasando el poema El Brindis del bohemio, para recitarlo, ante su familia, el 31 de diciembre a la media noche. Porque de eso trata el poema, de una despedida al “año que termina”.
La noticia me cayó como un baldado de agua con hielo, o como un tochazo bien puesto, según el decir cucuteño. Me repuse del golpe y me fui a la funeraria. Sí. Allí estaba don Grim. De cara a la muerte. Con la tranquilidad y la sencillez de siempre. Con un esbozo de sonrisa y en sus manos un cargamento de sueños que no alcanzó a escribir.
Amaneció muerto en su cama, dijeron, cerca del libro que estaba leyendo la noche anterior. Murió en su ley, entre versos.
Con su amigo y compañero del movimiento literario Círculo Rojo, José Cuadros Suárez, le hicimos un mini recital, despidiendo al amigo, al poeta, al compañero. “Qué pronto te nos fuiste, viejo amigo/ cuando aún te faltaba mucho camino por recorrer/ cuando aún la luna te hacía guiños en la noche/ cuando aún tus versos tenían la fresquedad del rocío/. Hasta luego, Gilberto, buen viaje/ Resérvanos un lugar/ en el cielo que dicen que existe para los poetas”. Esa fue mi despedida. Alguna lágrima de alguna hija se fue con Gilberto en el ataúd.
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