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Carta abierta de un huevo preocupado
Uusted salió a decir que jamás por su cabeza le había pasado meterse con lo más sabroso de todo lo comible: el huevo.
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Lunes, 24 de Octubre de 2016

Le confieso, señor Presidente, que pocas veces me había visto tan estresado, como en los últimos tiempos, cuando usted empezó a hablar de la reforma tributaria. Porque los rumores corrían, y siguen corriendo, de que usted tenía en mente meterse con la canasta familiar, de la cual yo formo parte indispensable, aunque ya no se pueda hablar de canasta, sino de canastilla.

Afortunadamente, usted salió a decir que todo eran calumnias de la oposición, y que jamás de los jamases por su cabeza le había pasado meterse con lo más sabroso de todo lo comible: el huevo. Que para usted el huevo es sagrado. Que una vida sin huevo no tiene sentido. Y que, por tanto, al huevo no lo iba a gravar. “Que lo graben con tatuajes, tal vez, pero no lo vamos a gravar con impuestos”, dicen que dijo usted.

Y ahí me entró la terronera, porque aseguran los politólogos que a usted, señor Presidente, hay que creerle lo contrario de lo que dice. Y citan ejemplos por montones. Que a Uribe le hizo pistola, que a los que hacen paros les promete y no les cumple, que al resultado del plebiscito se lo va a pasar por la faja. Es tanto lo que dicen de usted, que creo que hasta la viejita aquella que lo rebautizó a usted como Juanpa, arrepentida y desengañada, ya cogió otros caminos.

Sin embargo, yo le voy a poner fe. Y conmigo, todos los huevos, que nos sentimos pordebajeados, mal tratados, indefensos, y en ocasiones, hasta sin ganas de levantarnos.

Hablo en nombre del pobre huevo, raso huevo, de clara, yema y cascarón, lleno de proteínas y de otras sustancias alimenticias, al que acude la señora para darle desayuno a su esposo antes de marchar al trabajo, y a sus hijos, antes de irse a la escuela.

Usted  sabe, o tal vez ni lo sepa, que no hay como una changua de huevo al desayuno. Pero si me cobran impuesto, la changua será algo de lujo o sólo una agua de sal con cebolla y cilantro. Sin huevo, ¡qué horror!

Usted sabe, si es que alguna vez viaja por tierra, que uno de los gustos del viajero es detenerse en las tiendas del camino a comer huevo cocido, duro, al que se le va quitando la cáscara, poco a poco, para irle echando sal.

Sabrá usted, tal vez, del huevo tibio, blandito, chorreando yema entre los labios, con arepa tostada entre las brasas.

¿Y qué decir del huevo perico, del huevo revuelto, y hasta del huevo crudo? Míresele por donde se le mire, el huevo no tiene pierde. Cómaselo como se lo quiera comer, el huevo siempre será el nunca bien ponderado alimento de pobres y ricos, de gobernantes y gobernados, de hombres y mujeres y ambiguos.

De modo, señor Presidente, que no me haga quedar mal. No sea que después resulte con el cuento de que tocó echar mano del huevo para sanar tanto déficit que nos dejó la mermelada y el pago en hotel de cinco estrellas, a los que sabemos.

Yo le pongo fe, pero no se meta conmigo. No se meta con  los huevos. Ni aunque el huevo sea chiquito, como el de codorniz. Ni aunque el huevo sea arrugado y blando, como el de tortuga. Ni grande como el huevo de avestruz.

No permita que el ministro de Hacienda se ensañe con nosotros. Ni en el Congreso, que le aprueban todo lo que usted les ordene. Hágase valer por el huevo, señor Presidente. Le prometo que si se porta bien con la canasta familiar, nosotros seremos los primeros en otorgarle a usted el collar del huevo. Con cáscara y todo. ¡Que merecido se lo tiene!

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