La mayoría de los colombianos -no todos, infortunadamente- queremos la paz. Una paz que vemos cada vez más lejana, pese a que es una de las metas principales del actual presidente de la República. Pero la paz no se consigue mediante la resignación o pérdida de la autoridad del Estado, ni inclinándose ante los terroristas para implorarles que inicien o prosigan los diálogos, como parece que lo entienden algunos altos funcionarios gubernamentales.
Acertó el presidente Gustavo Petro cuando decidió suspender el cese al fuego con la organización terrorista de las disidencias de las Farc, tras el horrendo crimen cometido contra cuatro jóvenes, cobardemente asesinados por haberse resistido al reclutamiento forzado. Pero esa decisión presidencial resultó malograda pocas horas después de adoptada, cuando el comisionado de paz, Danilo Rueda, se dirigió al líder de los criminales, en un escrito tímido, sumiso y condescendiente, que dio prelación a la continuidad de los diálogos sobre la inmensa gravedad de los hechos, como si hubiesen sido incidentes menores.
Unos días más tarde se produjo el grave atentado del Eln en Tibú, cuando, mediante explosivos y en un acto también cobarde, fueron asesinados dos policías y una mujer civil que pasaba por el lugar, con un saldo adicional de numerosos heridos.
La organización terrorista reconoció la autoría de este crimen, que no es el único reciente, y el señor comisionado alude al mismo en estos términos: “Que el Eln se lo atribuya, pues es un gesto de responsabilidad para aclarar la situación. Ya habrá el momento para que sean sancionados. Por lo menos ese reconocimiento es una base frente a muchos fenómenos que quedan en la impunidad desde el comienzo”.
Con el debido respeto hacia el funcionario, debemos decir que no solamente se equivocó en los términos utilizados, sino que quitó importancia a la necesaria responsabilidad penal en el caso, postergándola, cuando ha debido reclamar y urgir a los delincuentes para su efectivo sometimiento a la administración de justicia, como condición para seguir dialogando.
Que la organización criminal haya reconocido la comisión de un crimen -exhibiéndolo más como trofeo que como acto delictivo- no es un “gesto de responsabilidad” sino una desafiante confesión. El funcionario no podía celebrar, ni felicitar al grupo alzado en armas, sino -por el contrario- exigirle que los autores del crimen fueran entregados a las autoridades judiciales.
Ahora bien, dejar para después la sanción (“ya habrá el momento para que sean sancionados”) no es lo propio de un funcionario administrativo. Además de invadir la órbita judicial, significa auspiciar la impunidad, como si ella fuera un elemento indicado para continuar los diálogos de paz.
Nuestros funcionarios deben entender que el fin no justifica los medios. Que, siendo plausible la búsqueda de la paz mediante procesos como el que se quiere adelantar, no todo vale para conseguirla. Que la autoridad del Estado no se puede rebajar al nivel de disimular los crímenes cometidos por los enemigos de la paz, quienes con sus actos y expresiones se burlan del proceso, de la sociedad y también del Gobierno.
Los funcionarios deben rechazar abiertamente, sin palabras postizas, ni eufemismos, lo que es un crimen. En el Estado de Derecho, ningún crimen debe quedar impune.
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