Esperábamos con ansias locas que llegara diciembre, y llegó diciembre. Digo locas, por la alegría, por los recuerdos, por las hayacas, por el pernil de cerdo, y por los regalos del 24, a la media noche. Por ninguna otra cosa.
Esperábamos la noche de las velitas, con mucha fe y devoción y ganas de algún aguardientazo. Llegaron las velitas, pero no hubo aguardiente, ni cerveza, ni vino, ni nada. Sólo luces en homenaje a María, la del cielo. No a María, mi amiga, la que vende pasteles. Prendimos velas, velones, velitas y faroles. De todo un poquito. Y en los parques y centros comerciales se prendieron las luces navideñas.
Esperábamos los grados, y hubo grados de bachilleres por montón, y hubo celebraciones, cada cual a su manera y de acuerdo a su bolsillo. La alegría de un cartón para colgar y unas fotos con toga y birrete para guardar, eran motivo más que suficientes para la pachanga.
Y esperábamos algunos aguaceritos para calmar el calor de todos estos meses anteriores, y para aplacar el polvo y tierra que levantan las cuadrillas de obreros que trabajan destruyendo andenes para volverlos a construir.
Esperábamos una lluvia menudita, pero se le fue la mano a San Pedro. Yo no sé si es que el cucho está de vacaciones y el aprendiz al que dejó encargado no maneja muy bien el computador del clima, y nos vació los tanques celestiales.
¿O sería que dejó encargado a algún santo llanero (¿habrá santos llaneros?) al que le gusta ver llover para cantar aquello de que “aguas que lloviendo vienen, aguas que lloviendo van, galerón de los llaneros es el que se cantará”? Lo cierto es que esa madrugada, de sábado de velitas para amanecer el domingo de la Inmaculada, nos cayó un palo de agua, como pocas veces se ve por este valle y estas lomas.
La lluvia es un buen pretexto para pensar, soñar y recordar, así que me puse a pensar, a soñar y a recordar. Pensé, por ejemplo, que al Cristo Rey, recién inaugurado, se le estaría corriendo la pintura nueva, y al alcalde le tocaría mandarlo a pintar de nuevo y volverlo a inaugurar. La obra quedó muy bonita, dicen, y hay que darle las gracias al César. A Dios lo que es de Dios y a César lo que es de César.
Recordé aquellos inviernos de Las Mercedes, cuando no había carretera y a los arrieros con sus mulas les tocaba salirle al sol bajo la lluvia. Hicieron carretera y entonces fueron los choferes y sus camiones los que llevaron del bulto en aquellos caminos llamados carreteras, con el barro hasta las orejas para sacar a su carro de los atolladeros.
Y recordé las noches de lluvia cuando a mi papá le tocaba levantarse en calzoncillos a tapar goteras con hojas de lucua, porque los techos eran de palma, mientras mi mamá corría con platones y ollas para aparar el agua que seguía cayendo en la pieza.
Pero recordé también cuando ya en la Normal, en Pamplona, una novia me mandó pal carajo porque le escribí en un poema que terminaba: “me gusta la lluvia, a pesar de tu recuerdo”. No con todas las mujeres se puede ser romántico, ni a todas se les puede hacer poemas. Sólo a unas cuantas, muy contadas, las que tienen ojos lindos, aunque traten de ocultarlos con un velo o antifaz, por ejemplo, o las de sonrisa encantadora.
Llovió, pues, como Dios manda. A cantarados. El río se salió de madre ¡mucho hijuemadre!, el Malecón se inundó, las alcantarillas se rebosaron, pero las calles quedaron limpias después de esa mugramenta que tiran muchos a la calle y que los de la basura no recogen. De modo que no todo fue tan malo.
Yo me entrepierné y seguí durmiendo, sintiendo que la lluvia sobre el techo era como un ro-ro para los sueños. Claro, si hay techo, y si hay con quien entrepiernarse.
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