Me gustan los abrazos. Abrazar y que me abracen, sobre todo si la que abraza o la que recibe los abrazos son mujeres bonitas. A los hombres les doy escasamente la mano o de pronto, un golpecito en el hombro.
Me aficioné tanto a los abrazos, que hace algunos años yo dictaba charlas sobre la importancia de abrazar y las clases de abrazos: apretaditos, no muy apretaditos, de lejitos, con piquito incluido, con besito incluido. Todo a la perfección. Lo mejor no era mi cháchara sino la práctica que había que hacer a lo largo de la conferencia. Salían todos tan entusiasmados, que varias veces me volvieron a invitar.
Me llevaron a su seno algunos clubes rotarios, unos leones, asociaciones, corporaciones, grupos feministas, grupos machistas, gente de derecha, de izquierda y de centro, porque para abrazar no se necesita ideología alguna, simplemente querer abrazar y querer dejarse abrazar y tener brazos. Con los mochos la cosa se complica. Con todo respeto lo digo.
Conozco una muchacha bonita, de ojos hermosos, cabello cautivador y sonrisa encantadora, que abraza y se deja abrazar, pero no permite otras modalidades de abrazos más profundos y más tiernos, de modo que el manual de los abrazos, por el que yo me guío, queda inconcluso.
De los abrazos se ha dicho y escrito mucho. La literatura está llena de hermosas páginas, algunas eróticas y otras no tanto, sobre la importancia del abrazo en el amor y su perduración a través de los años a pesar de los problemas.
Dicen los sicólogos que muchos matrimonios se resquebrajan porque nunca se abrazan. Son parejas que se abrazaron de novios y se abrazaron los primeros años del matrimonio o del rejunte y, poco a poco, fueron perdiendo la costumbre, y entonces lo que debía durar toda la vida, “hasta que la muerte los separe”, según el mandato del cura o del juez, al poco tiempo se acaba, entre otras cosas, por falta de abrazos.
Parece ser que los abrazos mantienen y fortalecen el amor. Y hasta lo hacen nacer. Dos personas que se abrazan continuamente, terminan queriéndose intensamente aunque alguno de los dos lo niegue, por pudor, por vergüenza o por cobardía.
Los abrazos son curativos, aseguran médicos y yerbateros. Por eso algunos de ellos aconsejan que antes de someterse a cirugías y tratamientos costosos, busque una persona, preferiblemente del otro sexo, que lo abrace, y que se abracen y que se dejen abrazar. Los síntomas desaparecen como por encanto y la sanación viene enseguida. Haga la prueba.
Los abrazos quitan tristezas y alivian dolores del alma. Los abrazos curan la soledad y el desamor. Los abrazos llenan, no la barriga, sino el corazón. Los abrazos son buenos para aliviar tristezas, para perdonar, para recomenzar amores, para acallar nostalgias y disipar temores.
He querido hoy hablar de los abrazos porque supe de la brigada de voluntarios cucuteños, que se van al puente Simón Bolívar a recibir con abrazos a los venezolanos que huyen del madurismo. A la jornada la han llamado Abrazatón internacional. A punta de abrazos y de sonrisas y de saludos cariñosos, los cucuteños hacen que los caminantes que llegan se sientan bien, como en su patria, y que cambien su tristeza por alegría.
Les aseguro que nuestros hermanos del otro lado llenan los morrales del corazón con tan profundas muestras de aprecio, que pueden seguir su camino hacia otras ciudades con el alma rebosante de alegría, a pesar del dolor de abandonar patria, familia, esperanzas y ensoñaciones.
Así, pues, mis queridos lectores, a abrazar, con fuerza. Con pasión. Y bien pegaditos, para que el diablo no se meta.