Nicolás Maduro ha hecho lo que muchos considerarían un acto desesperado o, quizás, profundamente humano: escribió una carta al papa León XIV pidiéndole que interceda ante el expresidente estadounidense Donald Trump. El motivo no es político, al menos no en el sentido tradicional. Es una súplica por la vida y el destino de 18 niños venezolanos que, según su denuncia, fueron separados de sus padres durante procesos de deportación en Estados Unidos.
“¿A quién más le podemos pedir ayuda?”, preguntó Maduro en su programa televisivo Con Maduro+, mientras relataba con visible consternación el drama migratorio que, según él, está afectando a familias venezolanas en territorio estadounidense y salvadoreño.
La carta, dirigida al recientemente elegido pontífice León XIV, el estadounidense Robert Francis Prevost, que asumió el papado en mayo tras la muerte de Francisco, solicita la intervención directa de la Iglesia Católica para facilitar el regreso de los menores a Venezuela y garantizar los derechos de 252 migrantes venezolanos retenidos en centros de detención, particularmente en El Salvador.
Maduro confía en el liderazgo espiritual del nuevo papa. “Sé que el papa León XIV es un hombre que comprende estos temas”, expresó, apelando a la sensibilidad pastoral y a la capacidad de mediación de la Santa Sede, una institución que ha jugado papeles diplomáticos cruciales en conflictos como el de Cuba y Estados Unidos, o la paz en Colombia.
En esta ocasión, sin embargo, el presidente venezolano acude al papa como último recurso frente a lo que describe como un sistema migratorio “cruel, inhumano y perverso”.
Una nueva ola de deportaciones
La denuncia de Maduro surge en un contexto complejo: la nueva administración estadounidense, liderada nuevamente por Donald Trump tras su reelección, ha endurecido sus políticas migratorias. A esto se suma la colaboración de algunos gobiernos centroamericanos, entre ellos el de El Salvador, que han abierto centros de detención para migrantes expulsados por EE. UU.
De acuerdo con el relato oficial venezolano, los 18 niños fueron separados de sus padres en centros de detención ubicados en Florida y Texas. Las edades de los menores oscilan entre 1 y 12 años. La denuncia la hizo inicialmente Jorge Rodríguez, presidente de la Asamblea Nacional, quien calificó el hecho como un “secuestro sistemático de menores”.
Pero el drama no termina allí. Según el gobierno venezolano, en El Salvador hay más de 250 migrantes en condiciones precarias, entre ellos mujeres embarazadas y adultos mayores. “Están rodeados de cocodrilos y serpientes”, dijo Maduro sobre uno de los centros de detención improvisados en zonas selváticas del país centroamericano.
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Esta no es la primera vez que Maduro busca respaldo del Vaticano en momentos de tensión internacional. En 2017, durante su primer mandato, envió una carta al papa Francisco para que intercediera ante Donald Trump, quien entonces amenazaba con una intervención militar en Venezuela. Aquella solicitud no tuvo respuesta pública, pero fue interpretada como un gesto que buscaba apaciguar tensiones.
Ahora, ocho años después, el tono es distinto: ya no se trata de evitar bombas, sino de salvar infancias rotas por la separación forzada y el desarraigo.
León XIV, el papa al que Maduro dirige su súplica, es un hecho inédito en la historia contemporánea del Vaticano: es el primer pontífice estadounidense. Su elección fue recibida con entusiasmo por sectores moderados y progresistas de la Iglesia, que ven en él a un hombre pastoral, con experiencia en América Latina y sensibilidad por los temas sociales.
Nacido en Chicago y con años de misión en Perú, León XIV ha defendido los derechos de los migrantes y ha pedido públicamente a los gobiernos del norte global que asuman su responsabilidad en la crisis humanitaria que afecta al sur. Sin embargo, su margen de maniobra diplomática aún está en consolidación, y su respuesta a la carta de Maduro sigue siendo una incógnita.
La súplica de Nicolás Maduro puede ser interpretada desde distintas ópticas: como una estrategia política para reposicionarse en el tablero internacional, como una denuncia legítima ante una tragedia humanitaria, o como una maniobra para ganar capital simbólico en un contexto electoral cada vez más incierto en Venezuela.
Pero también es, en su forma más simple, un grito dirigido a una figura que representa algo más que el poder político: representa la posibilidad del perdón, de la mediación y del encuentro. En palabras de Maduro, “yo no tengo padrinos en Washington, pero confío en la fuerza de la fe”.
Mientras tanto, 18 niños venezolanos siguen esperando la posibilidad de reencontrarse con sus familias. Y en la mitad del camino, entre Caracas y Roma, entre Washington y San Salvador, la diplomacia del papa podría ser más necesaria que nunca.
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