Por: Alberto Donadío | Periodista, escritor e investigador público.
Hace cien años, a comienzos de los años veinte del siglo pasado, un niño de siete u ocho años nacido en Gramalote pasó por Cúcuta. Lo impresionaron los almacenes de italianos y alemanes. Cuando creció y escribió sus memorias los recordaba como “enormes bazares metropolitanos”. Decía que el comercio de Cúcuta le dio la sensación de “un cierto ecumenismo cosmopolita”. Ese niño era Gonzalo Canal Ramírez, escritor y tipógrafo que llegó a ser conocido en todo el país.
Y no estaba equivocado. Cúcuta fue desde mediados del siglo XIX una ciudad internacional.
Berti. Andressen. Chiossoni. Halterman. Van Diessel. Cristo. Saich. Bruno. Fossi. Spannocchia. Fornarini. Piombino. Faccini. Luciani. Todos estos italianos, alemanes, árabes y libaneses, y el danés Christian Andressen, se establecieron en Cúcuta a partir de 1850.
Algunos no dejaron descendencia en el Norte de Santander, como el cónsul Tommaso Canepa, que de su almacén Coliseo solamente salía para ir a misa a la vuelta de la esquina, a escuchar los sermones del padre Daniel Jordán. Pero otros sí: Cayetano Morelli, el gobernador nombrado en el gobierno del presidente Julio César Turbay Ayala, era hijo de otro Cayetano y nieto de Gaetano Morelli, el primero de la estirpe, que se asentó en Gramalote y fue exportador de café.
También dejaron herederos Jorge Cristo y Luigi Faccini, fallecido en 1919, cuyo osario se encuentra en la Iglesia de San José. La descendencia de otros italianos de Cúcuta se trasladó a Venezuela y a Italia, como fue el caso de Tito Abbo, dueño de la casa comercial del mismo nombre, antes llamada Riboli Abbo. Otros apellidos, como el Faillace y varios más, se volvieron permanentes en el directorio telefónico.
Breuer Moller fue una casa alemana que no solamente exportaba café sino que servía como banco. Atendía además, como otros comercios de su tiempo, el comercio de importación de mercancías provenientes de Estados Unidos y de Europa que entraba a Cúcuta por el lago de Maracaibo y por el Ferrocarril de Cúcuta, destinado a los Santanderes, Boyacá y Cundinamarca.
Cuando no existía el ferrocarril que unía a Buenaventura con Cali y cuando era más difícil importar por Puerto Colombia, Cúcuta suplía las necesidades del oriente y del centro del país.
De un país que producía muy poco e importaba casi todo, pianos, bicicletas, rancho y licores, calzado. Por eso se conocía a Cúcuta con el remoquete de primer puerto seco de la República.
Cronológicamente los primeros extranjeros que llegaron a Cúcuta fueron los italianos, que se dedicaron a exportar café, el primer café que se sembró en Colombia, en municipios como Gramalote, Salazar, Lourdes y Chinácota.
Cronológicamente el primer italiano del cual se tiene noticia detallada fue también el primer cónsul de Italia en Cúcuta, Andrea Berti-Tancredi. Ya en 1864 había un consulado del Reino de Italia en Cúcuta. Somos muchos los que descendemos de ese primer cónsul. Andrea Berti-Tancredi fue el padre de mi tatarabuela materna, Agustina Mercedes Berti Aranda, nacida en Cúcuta en 1850.
El Ferrocarril de Cúcuta, inaugurado en 1888, que unía Cúcuta con Puerto Villamizar, sobre el río Zulia, fue fundamental para estimular la exportación de café por el lago de Maracaibo. Antes del tren el café se exportaba en bongos, en recuas de mulas, en carretas.
Un gran atlas económico y geográfico publicado en 1918, El Libro Azul de Colombia, afirmaba sobre Norte de Santander, que para la época tenía algo más de 200.000 habitantes:
“El comercio es muy activo con la limítrofe República de Venezuela. Cultiva en grande escala el café, cuya exportación constituye una de las principales fuentes de riqueza. El comercio de Cúcuta con el extranjero sufre actualmente el costoso recargo de los muchos trasbordos que tiene del ferrocarril de Puerto Villamizar a las canoas que navegan el río Zulia; de esas canoas al ferrocarril de Venezuela; de esos buques a los pequeños barcos de mar que hacen trasbordo a los grandes trasatlánticos en Curazao, en Puerto Cabello y en la Guaira.”
Después de los italianos echaron raíces los alemanes, como lo recuerda el historiador Guillermo León Labrador Morales:
“Estos alemanes empezaron a casarse con mujeres de la región, y establecieron almacenes comerciales, que pronto se convirtieron en casas de comercio que surtían en la región productos de origen europeo, especialmente de origen alemán”.
El auge del café fue crucial para la bonanza económica de la región. Reemplazó el cacao, el añil y la quina. El padre del general Santander fue cultivador de cacao. Fue el café el que atrajo a los extranjeros. Los pioneros de la exportación del grano desde Colombia fueron los italianos, muchos provenientes de Génova y alrededores y otros de la Isla de Elba.
Xenofobia no hubo nunca en Norte de Santander. Todo lo contrario. Esta fue siempre una tierra hospitalaria. Muchos extranjeros que vivieron en Cúcuta y luego regresaron a sus lugares de origen seguían rememorando a Cúcuta, sus ventarrones, el faro del Catatumbo, el precio del bolívar, los cortados y los arrastrados, el Restaurante de Don M, los sermones bravucones del padre Jordán.
La hospitalidad cobijaba también a los vecinos venezolanos. El ingeniero Francisco de Paula Andrade (1839-1915), nacido en Mérida, es recordado por el trazo a cordel de las calles del centro de Cúcuta después del terremoto de 1875, trazo preciso, geométrico y admirable, como escuchamos decir siempre en familia. Francisco de Paula Andrade fue mi tatarabuelo. También reconstruyó el puente de San Rafael y fundó el primer periódico de la ciudad, El Comercio, de vida efímera.
Mi tatarabuelo recordó así el terremoto cinco años después del movimiento telúrico:
“Un súbito y violento sacudimiento desmoronó y abismó en profundo y espacioso antro de desgracia y ruinas de espantosa y dolorosísima manifestación, que todavía laceran con crueldad y acibaran con intensa amargura el corazón de las víctimas sobrevivientes, a nuestra antigua y flamante Cúcuta con toda su hermosura, su lozanía, sus galanas pompas, sus halagos seductores, sus riquezas envidiables, sus innúmeros atractivos embelesantes de todo género, y lo que es más doloroso que nada, con aquel valioso y preciosísimo florón de su jardín social que, a la rapidez del relámpago, hundióse bajo las inmensas moles que descargó sobre su interesantísima vida la prepotente e implacable fuerza de aquella abominable convulsión terrestre.”