Las huellas de la edad son un testimonio peregrino -siempre de la mano de la gratitud-, de quien aspira a saldar las ilusiones pendientes, o clausurar las que no fueron realidad y sólo son, ahora, una nostalgia bonita.
Los recuerdos conducen a un horizonte donde se escucha el eco callado del destino, se siente el rumor de su ropaje de años cayendo y se le oye suspirar -luminoso- en cada estación que fue refugio selecto del alma.
Repasa nombres, cosas queridas, auroras y crepúsculos, espejos de cristal, rostros llenos de distancia y quimeras de la memoria, y se abren los pétalos de una flor blanca como emblema de paz del pensamiento.
Es el juego doméstico de tamizar el tiempo gastado de presentes, del cual brota una sombra sabia, similar al vuelo de las hojarascas al viento, o al trino de un pájaro, con un hilo azul en su pico, para tupir el final del nido.
O se parece a un rancio reloj de pared -de esos de antes-, con sus manecillas y campanas colgadas de lentitud, cadencioso en su tañido de sueños, inspirado para emerger, y sonar, desde su propia melancolía.
Y bendice uno su soledad, la toma en brazos y la hace compañera del silencio, como debe ser, para entenderse mejor con su corazón -ya rugoso-, después de equilibrar dichas y pesares para alcanzar un epílogo noble.
Los soñadores nos contentamos con poco, con pedacitos de versos, una canción que viene del mar, una añoranza lejana, o una libertad imaginaria que seduce los arroyuelos de los ojos para acopiar las leyendas de la vida…
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