A pocos minutos de terminar 1994 y recibir con un gran abrazo el siguiente año, un hecho arruinó los planes de la familia Sanguino Salazar, pues hombres armados ingresaron a su finca con intenciones de adueñarse la propiedad.
Las doce uvas tradicionales, el pan sobre la mesa y la cena de Año Nuevo no pudieron ser degustados. Lo único que optaron por hacer Ramón Donato Sanguino y Lucy Esther Salazar fue bendecir y calmar a sus hijos, sin saber que vivirían amargos momentos a manos de miembros del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que delinquían en inmediaciones del corregimiento de San Faustino, en zona rural de Cúcuta.
Esas penumbras no ensombrecen los ojos verdes, brillantes y aún esplendorosos de Yurley Sanguino Salazar, la hija menor de la familia. En su retina y en su memoria viven los recuerdos de los constantes asechos que vivieron allí en la vereda Paso de Los Ríos, en donde se teje la historia que partió sus caminos en dos.
Cuando Ramón Donato postraba su mirada en las casi 300 hectáreas de la tierra que adquirió con el fruto de su trabajo, sospechaba que todas las intimidaciones de las que había sido víctima iban encauzadas a la tenencia de ese predio.
“Un día a mi papá lo pararon unos hombres que se hicieron pasar por mineros, pero era para robarle la camioneta y golpearlo. Allá lo dejaron tirado en Villa del Rosario”, contó Yurley, quien afirmó que días después un grupo de hombres se metieron a la finca y les robaron maquinaria de arar y otros elementos. “Esa vez revolcaron todo, nos estaban intimidando y aburriendo cada vez más”.
Infórmese: Reconocen internacionalmente a la Agencia Pública de Empleo de Norte de Santander
Lo que fracturó la fortaleza de los Sanguino Salazar fue el secuestro del hermano mayor de Yurley, Ilder, un universitario que ayudaba a sus padres en labores de la casa y la finca. Ese hecho, para ellos, fue intempestivo, doloroso y escalofriante.
“A los pocos días del secuestro, empezamos a recibir cartas escritas con sangre. Era sangre de animal, pero era escabroso ver eso. Nosotros siempre hemos sido una familia trabajadora, y por eso no entendíamos porqué nos estaban haciendo esto a nosotros”, dijo la hermana menor.
La respuesta a su pregunta empezó a evidenciarse con la llegada de cada carta, en la que le hacían saber a su padre que cediera a un tercero la propiedad del predio, les hicieran llegar las escrituras y $50 millones, de lo contrario, el joven de 20 años llevaría la peor parte. “En las cartas nos decían que nos iban a matar a todos, y que, si no pagábamos lo que nos pedían, al primero que iban a matar era a Ilder”, sentenció la mujer.
En ese año (1995), la violencia en Colombia estaba a tope, el orden público en Norte de Santander estaba desbordado y para este hogar, todo era incertidumbre, ya que el único canal de comunicación con los secuestradores era el teléfono de la casa.
Los captores llamaban esporádicamente para ponerle cita al padre de la víctima en diferentes sectores de la ciudad, en especial parques distantes y abandonados. Cuando Ramón asistía a la cita, los captores de Ilder nunca llegaban. “Todo era parte de la estrategia para volvernos locos”, afirmó Yurley.
Entérese: Secretario de Tránsito se salvó de terminar el año bajo arresto
Después de 15 días de incesantes oraciones y de negociar con los secuestradores para que bajaran el valor del monto para liberar al joven, este escapó y como pudo llegó a su casa.
Los sorbos de dolor y amargura poco a poco iban cambiando. El joven estaba con vida y libre, y eso era lo más importante para ellos; padre y madre tomaron tres maletas y la ropa que les cupo en ellas, pues sabían que allí todos corrían peligro, y más después de la fuga del adolescente.
Mirar atrás era una opción, para grabar en la memoria lo que una vez fue propio y ahora estaban dejando para salvar sus vidas. Esa fue la única reacción de los cuatro miembros de la familia. Luego miraron hacia adelante y vieron que su único destino era Floridablanca, Santander, donde tenían algunos familiares que los recibieron para rehacer sus vidas.
Los primeros meses fueron los más difíciles, extrañaban su hogar, el que en las mañanas tomaban un buen café, veían sus animales y respiraban un aire puro, disfrutaban del silencio y de un tapete verde llamado vegetación.
A esto le sumaban las penumbras de Ilder, quien no salía de su cuarto, casi no comía, no musitaba palabra y, al parecer, las heridas que sus captores no le hicieron en su cuerpo, sí se incrustaban en su mente y en su corazón.
Lea aquí: Aumentó el número de quemados con pólvora en Norte de Santander
El miedo, el llanto, la desdicha y la ausencia de paz en sus vidas, los seguían persiguiendo. Así pasaron casi 2 años, los mismos que un tío de la familia se arriesgó a ir a la tierra perdida a tratar de cuidarla, de permanecer en ella y así, evitar que fuera invadida, pero todo fue en vano.
“¡Lo mataron! Mientras mi tío estuvo allá, esos hombres no querían que nadie estuviera en esa tierra y lo asesinaron”, contó Yurley, con desasosiego, recordando que en esa época, cuando creían que podían regresar, la guerra por la tenencia de ese lugar estaba recrudeciendo. Las balas iban y venían y nada estaba a su favor.
Los actos de injusticia martillaban la mente y el corazón de Ramón Donato, quien por 9 años tuvo que resistir los embates de la violencia, del despojo, del destierro y de los banderazos que le hacía la muerte, la cual ya le había cobrado la vida de su hermano. Mientras el tiempo pasaba, los pocos ahorros y los trabajos esporádicos que le salían, no eran suficientes para mantenerlos a todos.
En su ADN no estaba escrito el verbo rendirse. A pesar de los ruegos de su familia, un día decidió regresar solo, pues en su mente navegaba la idea de al menos vender una parte de su terreno para remolcar las deudas adquiridas por tanto tiempo.
“Cuando mi papá llegó a la finca, vio que ya había gente allá que la estaba ocupando. Tenían cultivos ilícitos y una cantidad de cosas que no eran de nosotros. Mi papá tuvo que hablar con varios de ellos y explicarles lo que nos había pasado, y así fue como se logró vender una parte a una empresa minera, eso nos sirvió para vivir 2 años más en Floridablanca (…)”.
Conozca: La informalidad laboral pone de nuevo a Cúcuta en el podio
Después de aquella tormenta, volvió a salir el sol para ellos, el interés por recuperar la tierra se incrementó cuando vieron en televisión que sí era posible regresar y empezar de nuevo. “Supimos de la Unidad de Restitución de Tierras, de la labor que hacían y nos dimos cuenta de que con ellos nace la esperanza de volver a la tierra”, relató la mujer.
El 26 de septiembre del año 2022, y después de un largo proceso jurídico, acompañado por la Unidad de Restitución de Tierras, un juez especializado en Restitución de Tierras de la República, profirió una sentencia a favor de los Sanguino Salazar, en la que se reconoció su calidad de víctima, y a la que el Estado decidió reparar de manera integral restituyéndole su propiedad, con todas las garantías jurídicas.
Aquel joven que estuvo secuestrado y que por mucho tiempo sufrió de secuelas y heridas abiertas en su alma, fue el encargado de traer el dulce sabor de la victoria a casa. Las medidas complementarias de la sentencia incluían la formación técnica y tecnológica de la familia en el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA), en donde Ilder estudió Apicultura, que consiste en la crianza y cuidado de las abejas, de las que obtienen la miel y sus derivados.
“A mi hermano le hablaron de la miel, de cómo trabajan las abejas en una comunidad, con su reina, las obreras y los zánganos. Él se apasionó por el tema y empezó a aprender de todo esto en el SENA. Así fue como logramos poner en nuestra tierra restituida 46 colmenas, de las que actualmente sacamos una miel deliciosa que ya estamos comercializando en varios sitios de Cúcuta y de otros municipios cercanos”, comentó Yurley, quien se enorgullece en decir que su familia parece una cajita de abejas: “cada uno tiene una función y todos trabajamos mucho para sacar la mejor miel”.
Ramón Donato hoy tiene 70 años, Lucy Esther tiene 69, Ilder tiene 49 y la relatora de esta historia, Yurley, tiene 44. Los cuatro trabajan como abejas en un panal para sacar al año casi 1.200 litros de una deliciosa miel que, entre otras, ya ha llegado hasta China “tenemos un cliente que nos compra para hacer productos de salud que vende allá, por eso sentimos que las abejas nos cambiaron la vida”, expresó con alegría la menor de la familia.
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion