En un principio parecía impensable que los poetas modernistas, descendientes de José Martí, acabaran tentados por la política. Es verdad que en boca de Rubén Darío se ensalzaba el «espíritu nuevo» y que su gran empeño fu la renovación. Los asuntos de la vida, sin embargo, y más el vulgar trapiche de las oficinas y de los tribunales, les revolvía las entrañas.
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En todos lo países, desde Argentina a México, surgía una nueva estirpe de poetas que apreciaban la expresión artística sincera, el sentimiento personal, la liberta y el vuelo. Buscaban una regeneración espiritual, como los jóvenes de toda las épocas, y entre sus gritos de guerra destacaba el que lanzó el peruano
Manuel González Prada en 1888: «¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!». Nuevas ideas y nuevas influencias estéticas los exaltaban. El romanticismo de Victor Hugo y de Byron seguía vivo, pero empezaba a ser matizado por corrientes literarias que recortaban sus excesos retóricos.
El malditismo de Rimbaud y de Verlaine les ayudó a neutralizar la grandilocuencia y a ser ágiles con el verso, y el desasosiego espiritual del joven Werther, el personaje de Goethe, les sirvió para entender la compleja sintomatología finisecular, un rosario de dudas y angustias, de hastíos y desencantos, que acabó creando una nueva enfermedad del alma: el famoso mal del siglo. Pero si algunos poetas eran lánguidos, otros contaban con el brío, la soberbia y la fanfarronería instigada por el individualismo vitalista y aristocrático de Nietzsche y de Georges Brandes.
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En el modernismo de finales del siglo XIX hubo mezclas improbables: enfermiza desazón existencial y fuerza erótica; obcecación por lo brillante, sofisticado y etéreo, y gusto por lo raro, exótico, oriental y lejano; idealización extrema del pasado clásico, con sus mármoles, dioses y leyendas, y un posterior interés por el paisaje americano.
Si el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera cuestionaba el sentido de la vida con versos trágicos —«La existencia no pedida / que nos dan y conservamos / ¿es sentencia merecida? / Decidme, ¿vale la vida / la pena de que vivamos?»—, el uruguayo Julio Herrera y Reissig se encerraba en su Torre de los Panoramas a garrapatear fervorosas defensas del individualismo, preámbulo de los manifiestos vanguardistas de los años veinte.
«¡Solo y conmigo mismo! —decía en Decreto—. Proclamo la inmunidad literaria de mi persona [...]. Me incomoda que ciertos peluqueros de la crítica me hagan la barba [...]. ¡Dejen en paz a los Dioses!». Julián del Casal y Amado Nervo expresaron angustia ante la vida y la muerte, y aunque José Asunción Silva inauguró una riquísima veta de humorismo en la poesía colombiana, no por ello sus versos dejaron de arrastrar un sedimento oscuro y luctuoso: «¿Por qué la vida inútil y triste recibimos? / ¿Hay un oasis húmedo después de estos desiertos? / ¿Por qué nacemos, madre, dime, ¿por qué morimos?». Ajeno a todas estas ansiedades, el veracruzano Salvador Díaz Mirón reivindicaba cierta aristocracia artística:
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«¡Infames! Os agravia / que un alma superior aliente y vibre; / y en vuestro miedo, trastocado en rabia / vejáis cautivo a quien adularais libre». También hubo modernistas broncos, aventureros, pendencieros y encantados de loar a cualquier déspota latinoamericano, como el peruano José Santos Chocano, y otros vitalistas, como el venezolano Rufino Blanco Fombona, que en sus versos afirmaba que los mejores cantos eran nuestros amores, y que «el mejor poema es la vida».
Diversas personalidades y motivaciones cabían bajo la misma etiqueta porque el modernismo, después de todo, seguía teniendo rasgos de la corriente romántica. Para entender lo que hicieron estos poetas, y desde luego también la vanguardia, es necesario recordar que el romanticismo fue un movimiento plenamente moderno que surgió como oposición a la modernidad. Fue una sombra rebelde y crítica proyectada sobre la racionalidad y la técnica, sobre el progreso y la industria. Una luz oscura, inasible, irracional, telúrica, raigal, explosiva, intuitiva, voluptuosa y decadente, que se enfrentó a la luz clara y cierta de la ciencia y de la razón.
Si el pensamiento ilustrado desbrozaba mitos y supersticiones, ordenaba y categorizaba, el romanticismo volvía a sembrar presencias extrañas, vínculos emocionales con la tierra, pulsiones ajenas al control racional, impulsos vitalistas y males existenciales. Por eso románticos eran la fuerza y el vigor juvenil de Rubén Darío o de Herrera y Reissig, y romántico era el febril estado de debilidad y melancolía de Amado Nervo.
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Por eso románticos eran la turbulencia, el conflicto, el individualismo y la violencia de Santos Chocano o de Díaz Mirón, y romántica era la armonía con la naturaleza, la disolución del yo en órdenes superiores o los placeres narcóticos y las fantasías evasivas de Julián del Casal. Romántico era lo ruinoso, lo exótico y el horror, y romántico era lo familiar, lo costumbrista y lo rural. La sensualidad de Delmira Agustini y el misticismo de Gutiérrez Nájera. Lo antiguo, lo histórico y las fuentes profundas e incomprensibles, y la revolución, lo nuevo y el instante fugaz.
Fuerza, voluntad y vida, por un lado, tortura psicológica, suplicio y suicidio, por otro. Isaiah Berlin añadía a esta lista un elemento más. Romántico era el arte por el arte con el que inicialmente se comprometieron los modernistas, y romántico sería el arte como instrumento de salvación social y nacional en el que derivaron sus esfuerzos.
Contradictorios y románticos, sí, pero sobre todo universales y cosmopolitas.
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