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Arte y revoluciones en América Latina, lo nuevo de Carlos Granés
Lea un fragmento del libro ‘Delirio americano’, un ensayo sobre todos los proyectos políticos y culturales.

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Lunes, 31 de Enero de 2022

En un principio parecía impensable que los poetas modernistas, descendientes de José Martí, acabaran tentados por la política. Es verdad que en boca de Rubén Darío se ensalzaba el «espíritu nuevo» y que su gran empeño fu la renovación. Los asuntos de la vida, sin embargo, y más el vulgar trapiche de las oficinas y de los tribunales, les revolvía las entrañas. 

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En todos lo países, desde Argentina a México, surgía una nueva estirpe de poetas que apreciaban la expresión artística sincera, el sentimiento personal, la liberta y el vuelo. Buscaban una regeneración espiritual, como los jóvenes de toda las épocas, y entre sus gritos de guerra destacaba el que lanzó el peruano

Manuel González Prada en 1888: «¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!». Nuevas ideas y nuevas influencias estéticas los exaltaban. El romanticismo de Victor Hugo y de Byron seguía vivo, pero empezaba a ser matizado por corrientes literarias que recortaban sus excesos retóricos. 

El malditismo de Rimbaud y de Verlaine les ayudó a neutralizar la grandilocuencia y a ser ágiles con el verso, y el desasosiego espiritual del joven Werther, el personaje de Goethe, les sirvió para entender la compleja sintomatología finisecular, un rosario de dudas y angustias, de hastíos y desencantos, que acabó creando una nueva enfermedad del alma: el famoso mal del siglo. Pero si algunos poetas eran lánguidos, otros contaban con el brío, la soberbia y la fanfarronería instigada por el individualismo vitalista y aristocrático de Nietzsche y de Georges Brandes. 

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En el modernismo de finales del siglo XIX hubo mezclas improbables: enfermiza desazón existencial y fuerza erótica; obcecación por lo brillante, sofisticado y etéreo, y gusto por lo raro, exótico, oriental y lejano; idealización extrema del pasado clásico, con sus mármoles, dioses y leyendas, y un posterior interés por el paisaje americano.

 

Arte y revoluciones en América Latina, lo nuevo de Carlos Granés./Foto: cortesía

 

Si el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera cuestionaba el sentido de la vida con versos trágicos —«La existencia no pedida / que nos dan y conservamos / ¿es sentencia merecida? / Decidme, ¿vale la vida / la pena de que vivamos?»—, el uruguayo Julio Herrera y Reissig se encerraba en su Torre de los Panoramas a garrapatear fervorosas defensas del individualismo, preámbulo de los manifiestos vanguardistas de los años veinte.

«¡Solo y conmigo mismo! —decía en Decreto—. Proclamo la inmunidad literaria de mi persona [...]. Me incomoda que ciertos peluqueros de la crítica me hagan la barba [...]. ¡Dejen en paz a los Dioses!». Julián del Casal y Amado Nervo expresaron angustia ante la vida y la muerte, y aunque José Asunción Silva inauguró una riquísima veta de humorismo en la poesía colombiana, no por ello sus versos dejaron de arrastrar un sedimento oscuro y luctuoso: «¿Por qué la vida inútil y triste recibimos? / ¿Hay un oasis húmedo después de estos desiertos? / ¿Por qué nacemos, madre, dime, ¿por qué morimos?». Ajeno a todas estas ansiedades, el veracruzano Salvador Díaz Mirón reivindicaba cierta aristocracia artística:

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«¡Infames! Os agravia / que un alma superior aliente y vibre; / y en vuestro miedo, trastocado en rabia / vejáis cautivo a quien adularais libre». También hubo modernistas broncos, aventureros, pendencieros y encantados de loar a cualquier déspota latinoamericano, como el peruano José Santos Chocano, y otros vitalistas, como el venezolano Rufino Blanco Fombona, que en sus versos afirmaba que los mejores cantos eran nuestros amores, y que «el mejor poema es la vida».

Diversas personalidades y motivaciones cabían bajo la misma etiqueta porque el modernismo, después de todo, seguía teniendo rasgos de la corriente romántica. Para entender lo que hicieron estos poetas, y desde luego también la vanguardia, es necesario recordar que el romanticismo fue un movimiento plenamente moderno que surgió como oposición a la modernidad. Fue una sombra rebelde y crítica proyectada sobre la racionalidad y la técnica, sobre el progreso y la industria. Una luz oscura, inasible, irracional, telúrica, raigal, explosiva, intuitiva, voluptuosa y decadente, que se enfrentó a la luz clara y cierta de la ciencia y de la razón.

Si el pensamiento ilustrado desbrozaba mitos y supersticiones, ordenaba y categorizaba, el romanticismo volvía a sembrar presencias extrañas, vínculos emocionales con la tierra, pulsiones ajenas al control racional, impulsos vitalistas y males existenciales. Por eso románticos eran la fuerza y el vigor juvenil de Rubén Darío o de Herrera y Reissig, y romántico era el febril estado de debilidad y melancolía de Amado Nervo. 

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Por eso románticos eran la turbulencia, el conflicto, el individualismo y la violencia de Santos Chocano o de Díaz Mirón, y romántica era la armonía con la naturaleza, la disolución del yo en órdenes superiores o los placeres narcóticos y las fantasías evasivas de Julián del Casal. Romántico era lo ruinoso, lo exótico y el horror, y romántico era lo familiar, lo costumbrista y lo rural. La sensualidad de Delmira Agustini y el misticismo de Gutiérrez Nájera. Lo antiguo, lo histórico y las fuentes profundas e incomprensibles, y la revolución, lo nuevo y el instante fugaz.

Fuerza, voluntad y vida, por un lado, tortura psicológica, suplicio y suicidio, por otro. Isaiah Berlin añadía a esta lista un elemento más. Romántico era el arte por el arte con el que inicialmente se comprometieron los modernistas, y romántico sería el arte como instrumento de salvación social y nacional en el que derivaron sus esfuerzos.

Contradictorios y románticos, sí, pero sobre todo universales y cosmopolitas.

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