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Yo conocí al Judío Errante
Lo miré con desconfianza, como se mira a aquellos caminantes.
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Lunes, 26 de Marzo de 2018

Sucedió un Miércoles Santo, de una Semana Santa de las de mi infancia. Mi papá, en el corredor, remendaba la atarraya para ir esa noche al río a pescar panches para el almuerzo del Viernes Santo, día de abstinencia, en que la carne era prohibida por Astete en su catecismo. Era también día de ayuno, pero el ayuno consistía en no desayunar, ni cenar: el almuerzo sí era trancado. Mi mamá lavaba platos en la cocina, y yo, meciéndome en la hamaca del patio, hojeaba una biblia en imágenes, que me había regalado el padre Arévalo, cura de la iglesia del  pueblo, donde yo era acólito.

Desde donde yo estaba, es decir, desde la hamaca, que colgaba de un naranjo y de una llovizna de oro, se veía la puerta por si alguien llegaba a comprar huevos, que mi mamá vendía a centavo cada uno.

De pronto vi que alguien estaba en la puerta, pero ni tocó, ni entró, ni dijo nada. Yo fui a ver qué se le ofrecía y me encontré con un viejo, de barba larga y ojos tristes. Llevaba un pie descalzo y el otro, envuelto en unos trapos sucios, llenos de barro del camino. Su ropa era sucia y remendada, y una mochila de lona colgaba de su hombro. Una vara de matarratón le servía de bastón.

-A la orden –le dije yo.

-Quiero agua –me dijo con una voz apagada.

Lo miré con desconfianza, como se mira a aquellos caminantes que, a cualquier descuido, se apoderan de lo que encuentren a la mano. 

-Ya vengo –le dije.

-¿Quién es? –me preguntó mi mamá.

-Un pordiosero pidiendo agua.

Llévele en el pocillo de peltre, que está todo descascarado y ya no lo usamos.

Así lo hice. Saqué agua del calabazo donde la manteníamos fresca. En ese entonces no había neveras en el pueblo. Le llevé el agua fresca al peregrino, pero ya no estaba. Lo busqué, lo llamé, pensando que quizás había entrado a otra casa, pero nadie me dio razón del pobre viejo.  Se desapareció como por arte de magia, dejando sólo un olor a caminante de oscuros caminos, a hierbas, a barro, a tristezas y amarguras. Porque las tristezas y las amarguras también tienen olor: huelen a feo, a podrido, a carcomido. La alegría y el optimismo, en cambio, huelen a fresco, a tierra recién llovida, a jardín florecido y luna llena.

Mis papás no me pararon mucha atención cuando les dije que el viejo se había evaporado. Pero yo seguí todo el día, y varios días después, con la imagen del peregrino en mi cabeza y su olor en mi nariz.  Por la tarde de ese mismo día regresó el abuelo de uno de sus viajes de arriería. Cuando le conté lo del peregrino, me dijo muy seguro de lo que decía: Es el Judío Errante. Y me dijo que los arrieros lo veían con frecuencia, sobre todo en los días santos.

-¿Y quién es él? –le pregunté, como pregunta una canción.

-Cuando Jesús iba hacia el calvario- me respondió el abuelo- con la cruz a cuestas, ensangrentado, azotado  y sediento, se acercó a una casa y le pidió al dueño un poco de agua. El hombre de la casa, se levantó, se rio de él y le dijo que fuera a buscar agua a otra parte. “Ande, ande, nazareno, fuera de aquí”. Jesús lo miró con reproche y le dijo: Yo ya voy a terminar mi camino, pero tú andarás de ahora en adelante por todos los caminos de la tierra, mendigando un poco de agua, y nunca podrás tomarla, porque tu conciencia no te dejará descansar.

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