Ahora que el presidente Santos, preocupado porque las bolsas de plástico pequeñas afectan el proceso de paz (las grandes no, porque sirven para echar los sapos inmensos que tendremos que tragarnos), ha prohibido el uso de tales bolsitas, me acuerdo de otros tiempos, tiempos mejores, en que no se usaban bolsas plásticas sino mochilas de fique.
En los campos de aquel entonces, existían en el patio de la casa de las gentes pobres, dos trapiches artesanales, hechos de palo, para manejar con la mano. En el uno se molía caña para hacer la panela de la semana, y en el otro se sacaba fique.
Hablo de las familias pobres, que habitaban en pequeñas parcelas, en las que cultivaban unas matas de yuca, de plátano y de caña. Las cercas se levantaban con matas de fique, que crecían verdes y elegantes, pero espinosas.
Todo esto se acabó cuando apareció la guerrilla, que les presentó a los pequeños campesinos dos opciones: o colaboraban con la guerrilla o se iban de la región. Así, el campo se fue despoblando de sus naturales habitantes y en poco tiempo aparecieron extensos cultivos de coca y marihuana en lugar de yuca, plátano, caña y café.
Pero mi cuento es otro. El trapiche de sacar fique consistía simplemente en dos palos ajustados el uno contra el otro y entre ellos se metía la penca de fique y se jalaba duro (la penca). Entre los palos quedaba la corteza, verde y con espinas, y en la mano quedaban las trenzas de fique, que se lavaban y se ponían a secar.
Así en la casa había fique para hacer cabuya, lazos y mochilas.
Las mochilas se usaban para todo: para cargar la ropa, para llevar el mercado de la semana, para llevar los cuadernos y la pizarra a la escuela (se acuerdan de la ranchera “¿La de la mochila azul?”).
Las había de todos los tamaños: para ser usadas por los adultos y los niños, para cargar sobre las bestias o para llevar al hombro. No existían los morrales ni los bolsos. Sólo polleros y mochilas. Y la gente decía “seguro entre mi mochila”.
Cuando el plástico hizo su aparición en tiendas y supermercados, las mochilas empezaron a languidecer hasta que murieron por completo. Y como en los campos se acabaron las matas de fique, el golpe fue total.
En el mundo quedaron dos clases de mochilas: las de colores, que usan los que bailan danzas típicas en la costa, y las mochilas de los hippies (que todavía quedan algunos), olorosas a marihuana y a sudor y a rebeldía.
Pero la mochila aquella de fique, de traer harinapan y huevos desde San Antonio (cuando se podía), de traer el kilo de carne y la cebolla y el tomate, la de echar el pan, la de llevar los cuadernos y la mediamañana, esa mochila humilde y campesina, se extinguió. La reemplazaron las dañinas bolsas de plástico y los morrales de lona.
Ojala que con esta medida gubernamental, las mochilas de fique vuelvan a aparecer. Pero los consejeros de Santos siempre le dictan las cosas a medias. Han debido exigir que las bolsas de plástico fueran reemplazadas por mochilas y costales de fique.
Porque si los sapos que traerán de La Habana, después de la firma, y que aún no conocemos, no caben en las mochilas, pues que lleven costales también tejidos de fique.
No diremos entonces que hay gato enmochilado, pero sí que hay gato encostalado. Y en costales de fique.