El viernes pasado les informe a alumnos y exalumnos de Derecho, Ciencia Política y Administración Pública que en la Librería Panamericana de esta ciudad ya estaba en olor a tinta el último libro de Mario Vargas Llosa: La llamada de la tribu.
Pero esta información también es extensiva a los de mi generación que vivió los fabulosos años sesenta, que cambió el mundo rompiendo los viejos esquemas con sueños románticos venidos de la caída de las dictaduras latinoamericanas, de la elección de John F. Kennedy y del sueño de Martin Luther King, del triunfo de la Revolución Cubana que luego se esfumó en despotismo, del movimiento hippie de la contracultura de la inconforme juventud norteamericana, que rompió todos los prejuicios haciendo el amor y no a la guerra, al grito de prohibido prohibir, por la destrucción del autoritarismo, de las jornadas de Mayo de París, el arrojo de la marejada estudiantil que culminó en la horripilante matanza de la plaza de Tlatelolco en Ciudad de México y de la revolución cultural China hasta la caída del muro de Berlín.
Y es que el libro de Vargas Llosa es como una confesión de parte generacional de la juventud latinoamericana que como el peruano entramos a un mundo de ensueño impregnado de marxismo y existencialismo sartreano, que poco a poco en un camino empedrado de decepciones nos condujo de regreso al punto de partida, revalorizando la democracia liberal imperfecta, pero cabalgando sobre tendencias de libertad, con las rectificaciones aprendidas de Albert Camus, de George Orwell y Arturo Koestler.
Me apartaron de la Revolución Cubana dice el escritor, varias experiencias de finales de los 60s, la creación de la UMAPS, un eufemismo que, tras la apariencia de Unidades Movilizables de Apoyo a la Producción, escondía los campos de concentración donde fueron mezclados “conta -revolucionarios, entre ellos escritores, homosexuales y delincuentes comunes”. Luego en su viaje a la URSS de 1968, invitado a la conmemoración relacionada con Pushkin, algo le dejó un sabor amargo en la boca. Descubrió que, si hubiese sido ruso, habrías sido en ese país un disidente que estaría pudriéndose en el Gulag.
Todo aquello dejó al escritor traumatizado, mucho más, cuando lee en Temps Modernes, a Sartre, a Simone de Beauvoir, Merleau Ponty que, pese a que las cosas anduvieran mal en la URSS, ella representaba el progreso y el futuro de la humanidad, la patria que soñaba en un poema Paul Èluard;” No existen las putas, los ladrones, ni los curas”.
Es Karl Popper, quien llama al irracionalismo del ser humano primitivo, que anida en el fondo más secreto de todos los civilizados, quienes no hemos superado del todo la añoranza de aquel mundo tradicional- la tribu-, cuando el hombre era aún parte inseparable de la colectividad, subordinado al brujo, o al cacique todopoderoso, que tomaba por el las decisiones, en la que se sentía seguro, liberado de responsabilidades, sometido igual que el animal en la manada, el ser humano en la pandilla, adormecido entre quienes hablan la misma lengua. Adoraban los mismos dioses, practicaban las mismas costumbres y odiando al otro, al ser diferente. Es el espíritu tribal, que maneja el brujo o el cacique como lo hizo Hitler, Mussolini, Stalin y los dictadores latinoamericanos todos, incluido Castro, Chávez, Ortega y Maduro. O los polarizadores de las colectividades como Santos y Uribe.
Definitivamente hay que leer a Vargas Llosa.