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Un sabroso tinto cucuteño
En La araña de oro, el tiempo se detenía. El cliente podía permanecer toda la mañana o la tarde con sólo un tinto.
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Lunes, 29 de Enero de 2018

Hubo una vez en Cúcuta un salón, tipo cafetería, especializado en vender tintos. Sólo tintos. Tintos sabrosos, bien negros y bien calientes. Acompañados de un vaso de agua. Atendido por meseros de librea y corbatín, o, al menos, de camisa blanca y pantalón negro, pero siempre amables, serviciales, dispuestos a atender de la mejor manera a los clientes del establecimiento. Se llamaba La araña de oro.

Desde la caja, el propietario, un ciudadano español, vigilaba atento lo que sucedía en su local, para que nadie se quejara del servicio allí prestado, y para que los meseros entregaran en caja, tinto a tinto, moneda a moneda, lo recaudado por ventas.

La araña de oro, situada en pleno corazón de la ciudad, por la avenida quinta, a media cuadra del parque Santander, a unos pasos de la alcaldía, a dos cuadras de la gobernación y a media cuadra de la catedral, marcó un hito en aquella época de los años sesenta y setenta y ochenta y noventa, hasta comienzos del nuevo siglo, en que la Araña sucumbió ante la bota inexorable del progreso.

Allí llegaban políticos en ejercicio y políticos frustrados. Jubilados y aspirantes a jubilarse. Empleados fugados de sus puestos de trabajo y lagartos en espera del nombramiento oficial. Vagos de profesión y profesionales sin clientela. Crucigramistas y lectores de periódicos (El diario de la frontera, ya canchero, y La Opinión, que comenzaba). Gente de importancia y otros que se daban sus ínfulas, sin serlo. Militares en uso de buen retiro y policías que entraban a descansar y a guarecerse del sol cucuteño. Venezolanos, cargados de bolsas y de bolos, y cucuteños criollos, con algunos escuálidos y devaluados pesos en el bolsillo.

Pero don Alejandro García León, el primer propietario, a nadie discriminaba, y los propietarios posteriores siguieron la misma norma. A nadie le faltaba su pocillo de tinto y su vaso de agua. De vez en cuando algún turista despistado pedía un sándwich de pollo, acompañado de papas a la francesa. No era la especialidad de la casa, pero se le preparaba.

En La araña de oro, el tiempo se detenía. El cliente podía permanecer toda la mañana o toda la tarde con sólo un tinto y varios vasos de agua, sin que nadie le llamara la atención. Allí lo más importante era el servicio prestado, no las ganancias.

Se me vinieron al magín los recuerdos de  La araña de oro, hace poco, cuando un amigo del interior del país, de vacaciones en esta ciudad, me invitó a un “sabroso cafecito cucuteño”, por los lados del parque Santander. Nos metimos a un restaurante-cafetería, donde nos dijeron que ya era hora de almuerzo y que no vendían tintos. En otra parte nos advirtieron que sólo vendían café con leche en pocillo grande acompañado de algo de comer. Finalmente, alguien nos aconsejó: “Esperen al de los tintos, que ya no demora en pasar”. El de los tintos es un viejito que empuja un coche de bebé, adaptado para llevar diez termos de café o de chocolate, que vende por la calle. En la parte de abajo, donde antes se echaban los pañales del bebé, el viejito ahora lleva una bolsa de pan, por si a alguien se le ofrece.

-Entonces, entremos a almorzar –me dijo mi amigo, señalándome un pequeño restaurante.

-Qué pena –nos dijo la amable mesera-, pero sólo vendemos almuerzos por encargo a los empleados de la alcaldía.   Pero si quieren, les preparo un sabroso tinto cucuteño, bien negro y bien caliente.

Me quedé pensando en lo que dicen algunos, que todo tiempo pasado fue mejor. Yo creo que sí.

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