Convención cumplió el 6 de noviembre pasado 196 años de fundación. Ese día, en 1829, un puñado de vecinos decidió plantar una nueva comunidad, y desde entonces, sus surcos han guardado no solo cosechas de café y dulce de caña, sino el aroma persistente de la tierra mojada que se pega en el recuerdo como una remembranza.

He escrito antes sobre los fundadores, esos pioneros que trepaban laderas con machete en mano; sobre los primeros pobladores, que domaban la selva con astucia; sobre el obispo José María Estévez Ruiz de Cote, nacido en El Socorro, Santander, cuya mano firme impulsó la creación de la población. He hablado de la exuberancia de sus tierras, donde el verde de sus montañas se derrama como un río desbordado, y de sus gentes, tenaces como la corteza de las ceibas. Pero este año todo conspiró para que no le dedicara unas líneas al lar nativo. Aún hay margen y motivos de sobra. La Parroquia de San José de Cote, erigida en honor al santo patrono del obispo y al apellido de su madre, María Manuela Ruiz de Cote, merece que volvamos la vista.

Se ha dicho mucho sobre estos orígenes, y con razón. Pero este aniversario me invita a un detalle menos transitado: la protocolización de la parroquia, el 8 de diciembre de ese mismo 1829, a cargo de la Diócesis de Santa Marta, cuna de todas las iglesias colombianas. Fue un acto solemne que sellaba no solo límites geográficos, sino un pacto entre lo temporal y lo espiritual, siendo elegido como primer párroco, el levita riodorense Miguel Gerónimo Niz. Y bajo la advocación de Nuestra Señora de las Gracias de Torcoroma, como reza el acta fundacional, se invocó a la virgen que, desde Ocaña, con sus aguas del Santuario vela por los propios. No fue solo un ritual; fue una promesa de refugio en la incipiente villa.

Pero si la fe se selló en los libros parroquiales, la tierra guarda otros secretos en sus venas acuáticas. Revisando hace poco sobre la biodiversidad de Norte de Santander –esos tesoros que el Catatumbo custodia en sus aguas–, me topé con un hallazgo que llamó mi curiosidad: un pez, descubierto en 2023 en la Quebrada Búrbura, en la cuenca alta del Río Catatumbo que serpentea por nuestras tierras. Se llama “Creagrutus convencionensis”, una especie nueva de agua dulce, autóctona de nuestra hidrografía andina.

Su cuerpo plateado reluce en corrientes turbias, en el fondo del Catatumbo, y el nombre del género, “Creagrutus”, evoca en griego antiguo sus mandíbulas y dientes afilados, diseñados para triturar presas en aguas rápidas. Sus rasgos morfológicos –la forma del hocico, la disposición de las escamas– lo apartan de sus parientes, como un secreto bien guardado en el fondo del agua.

El descubrimiento lo confirmó Carlos Arturo Ardila Rodríguez, ictiólogo santandereano con 38 años desentrañando la vida subacuática de Colombia y vecinos como Venezuela o Perú; ha nombrado unas 50 especies nuevas –26 patentadas globalmente– y resguarda miles en su Museo de Ictiología en Barranquilla, alertando en el Libro rojo sobre sus fragilidades. ¿No es esto un bautizo moderno, un nombre que Convención regala al mundo?

Y ahí radica la gracia: nuestra tierra le prestó su apellido a este pez, “convencionensis”, como lo hace un padre. Observándolo, recordé que uno de los símbolos más antiguos del cristianismo es el pez -trazado en catacumbas por los primeros cristianos como signo de fe oculta-. En este “Creagrutus”, diminuto pero tenaz, veo un homenaje involuntario a nuestra parroquia: un ser que nada contra la corriente, arañando lo necesario para sobrevivir, mientras se acerca el bicentenario de su fundación. Convención no solo nutre cuerpos con su suelo fértil; también inspira nombres que perdurarán en la ciencia. Y a todos los parroquianos de Convención: que el “convencionensis” de nuestras quebradas milenarias les inspire un bicentenario jubiloso –¡felices 196 años, familia de mi tierra!

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El próximo jueves, al concluir actividades la Academia de Historia, será presentada la Gaceta Histórica No. 155

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