La tarde estaba fresca y alguna llovizna ligera presagiaba noche de aguaceros. Tomé mi guitarra en la que a ratos zurrungueo (creo que el verbo zurrunguear no existe, pero yo zurrungueo con la guitarra), cuando una comadre –las comadres están al tanto de todo- me llamó para decirme con voz entrecortada: “Compadre, se nos fue el negro”.
Supe de inmediato de quién se trataba, pues yo sabía que Ulises Díaz estaba enfermo, desde antes de la pandemia.
Ya no hubo guitarra y en vez de canciones hubo suspiros y recuerdos.
Ulises era un negro querido, aunque creo que eso es una redundancia, porque todos los negros que conozco son queridos, pues tienen una magia y un encanto para meterse en el corazón de sus amigos de tal manera que después es imposible sacarlos.
Recuerdo a otros que se fueron y cuya partida, como ahora la de Ulises, me arañó el corazón con arañazos fuertes. Pedro Cuadro Herrera, Ángel Samuel Sierra, los más recientes.
Ulises era un grandulón en todo el sentido de la palabra: grandulón de cuerpo, grandulón de mente y grandulón de corazón.
Alto, fornido, de espalda ancha y músculos generosos, necesitaba piernas fuertes y pies grandes para sostener esa mole de organismo. Abrazaba duro.
Y así de gigantón era también su inteligencia, su cultura y su sapiencia.
Hablar con Ulises era saborear su profundidad de conocimientos, pero lo hacía de tal manera, jovial y alegre, que jamás se le veía jactancia alguna.
Filosofía, educación, historia universal, cátedras griega y romana eran temas que dominaba y no se las daba.
Aquí es necesario resaltar su virtud de la sencillez y la modestia. Muchas veces lo invité a formar parte de la Academia de Historia y siempre me hablaba de no sentirse preparado para pertenecer a una institución de tanto prestigio, según decía.
Grandulón de corazón, con una ternura que parecía un niño grande, con tal capacidad para el amor y la amistad que lo ponían muy por encima de quienes, de pronto, lo acompañábamos alrededor de unos vinos o de unos poemas y unos guitarrazos.
Quienes fueron sus alumnos en el Inem, en el Instituto Nacional de Comercio, en la universidad Francisco de Paula Santander y en la Simón Bolívar hablan de Ulises como de un excelente profesor, estricto pero amable, gran maestro pero comprensivo.
Lo conocí, no sé por qué circunstancias de la vida, hace un poco más de treinta años. Y desde entonces fuimos amigos y compañeros de lecturas, de vinos y de versos. Porque engavetadas en su escritorio tenía unas hojas sueltas con poemas y dedicatorias, que leía pero que volvía a ocultar con algún sonrojo.
Poco a poco Ulises se fue alejando de la vida. Se encerró en su casa de Villa del Rosario con sus libros y la entrega silenciosa y abnegada de Elsa Marina, su esposa, y el amor de su hijo Sócrates Miguel.
De acuerdo con su sencillez, prefirió hacer su viaje hacia otros mundos, en tiempos de pandemia, sin flores, sin concurrencia, sin amigos, sin alumnos, sin discursos. Cuatro o cinco familiares nadie más, pero miles y miles de recuerdos y suspiros.
Buen viaje, Ulises. Descansaste de esta tu tierra y te fuiste al cielo en busca de nuevos alumnos y de nuevos compinches. Buen viento y buena eternidad.
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