Cuando se comienza a superar la oleada de protesta ciudadana, es pertinente empezar a reflexionar acerca de los significados posibles del proceso electoral del 2022 y especialmente plantearse si lo que tendremos será una elección más de renovación parcial del Congreso y de un nuevo Presidente, o si por el contrario podría ser el principio de un proceso de transición hacia una profundización o consolidación de nuestra democracia, que pese a todo sigue siendo bastante formalista, acartonada y con mucho de oligárquica.
Primero, recordemos que en distinto momentos de la historia, ha habido oleadas de protagonismo de los jóvenes, por cambios democráticos; para no ir muy lejos tenemos la denominada ‘primavera árabe’ y sus efectos –amplios o restringidos, depende cómo se le mire- a comienzos de este Siglo; igualmente pensemos en el decenio de los años sesenta del siglo pasado con la movilización de los estudiantes mexicanos y la matanza de Tlatelolco, el mayo del 68 en Paris con sus impactos, la emergencia de los hippies y Woodstock como grandes fenómenos culturales en Norteamérica, etc, todo ello como expresión de emergencias de protagonismos de los jóvenes.
Entonces, un interrogante grande que emerge es si esta generación de jóvenes colombianos serán capaces de transformar toda esta energía movilizadora, productora de novedosos elementos culturales, entre otros, en aumento sustancial de representaciones políticas en el Congreso y en capacidad de incidir de manera relevante en el recambio presidencial. El interrogante queda planteado.
Segundo, ¿tendrán las fuerzas políticas y sociales –partidos, movimientos, colectivos, asociaciones y otras denominaciones- que no se consideran de la derecha política –haciendo la salvedad que con estos sectores políticos igualmente se deben llegar a acuerdos dentro del proceso-, la capacidad de iniciar un proceso hacia una transición política de nuestra democracia? En dirección a una que reconozca la insuficiencia de la democracia representativa, que parece estar en cuestión en varias latitudes, que amplié modalidades de democracia participativa, que sea capaz de pensar formas de recoger las aspiraciones y demandas de la ‘democracia callejera’. Todo ello conlleva un ejercicio de búsqueda de consensos y acuerdos –que en principio considero es lo más difícil, por cuanto algunos, no sé si todos, sólo parecen estar pensando es en un triunfo electoral inmediato-, acuerdos para garantizar cambios en varias dimensiones: impulsar iniciativas de modificaciones normativas –legales y seguramente constitucionales-, modificaciones institucionales y claro definir candidatos presidenciales –que en realidad sería lo menos relevante-, pero especialmente formular una serie de políticas públicas que deben reflejar amplios consensos, porque no se trata de reproducir la situación actual a la inversa, es decir pasar de un gobierno de hegemonía de la derecha que excluye a las fuerzas progresistas y de izquierda, pasar a un gobierno de centro-izquierda para excluir a las fuerzas de la derecha. No. Se debe buscar un gobierno que garantice a todos los sectores políticos que pueden continuar desarrollando su actividad política, en el marco de unas garantías claras de respeto a las reglas de juego del Estado Social de Derecho y de la democracia.
Las transiciones son períodos de cambio cargados de cierto nivel de incertidumbre y justamente el comportamiento de los actores políticos –partidos y movimientos políticos y sociales, actores empresariales y sindicales, actores ideológicos, Fuerza Pública-, es fundamental para reducir ese nivel de incertidumbre y permitir que se puedan pensar en políticas públicas de mediano y largo plazo; recordemos a vía de ejemplo, no para imitar porque cada realidad es distinta, que la transición chilena post-Pinochet, conllevó cuatro gobiernos liderados por la coalición ‘Concertación por la Democracia’, donde hubo inicialmente dos presidentes del centro demócrata-cristiano y luego dos presidentes socialistas.