Que me perdone Dios, que me perdone, pero yo creo que a Yaveh se le fue la mano en el castigo que les clavó a Adán y Eva por lo que hicieron. Enseñan en las facultades de Derecho y lo predican los pedagogos, que el castigo debe ser proporcional a la falta cometida.
Y no entiende uno cómo por comerse una manzana, una simple manzana, de esas que los carreteros pasan ofreciendo todos los días y promocionando con sus megáfonos chillones a todo volumen, por una simple manzanita roja o verde, los castigara de esa manera. ¡Y a nosotros con ellos!
“A trabajar”, les dijo el Creador, y entró en contradicción consigo mismo. Porque ¿para qué hizo Dios al mundo si no era para que los hombres fuéramos felices?
O dicho de otra manera: ¿Para qué hizo Dios al hombre si no era para que fuera feliz sobre la tierra?
Pensando en la felicidad de sus hijos, el Creador hizo el Paraíso, donde nada faltaba, donde bastaba con alargar la mano y ahí tenía lo que quería, donde las cosas hasta se dañaban de tanta abundancia. No había que comprar nada, no había que pagar arriendo, no había que casarse, no había que votar, no había que trabajar.
Pero mi Diosito se dejó llevar de la rabia, como cualquier Vargas Lleras, y mandó a sus escoltas a arrojar del Paraíso a esos pobres empelotos, que tuvieron que salir con una mano adelante y otra atrás, sin saber qué camino coger.
Se engancharon en cualquier parte, a cualquier precio, y a trabajar se dijo, la semana entera, de sol a sol todos los días.
Y lo peor llegó: nosotros, sus hijos, también llevamos del bulto.
Así, nosotros resultamos pagando las habas que el burro se comió, nos tocó salirle al astro y jalarle al camello, de lunes a sábado.
Afortunadamente, la misericordia del Señor es infinita. Se condolió del hombre y ordenó que la jornada semanal de trabajo termine el viernes, y creó los viernes culturales y los viernes de discoteca y los viernes de juerga.
Sabiendo que el sábado no hay que madrugar, la gente trasnocha el viernes y los de plata se van a rumbear y los que no la tienen se van al Malecón o al parque vecino, pero algo hacen.
Los viernes todo el mundo está sonriente, se olvida de la situación tan difícil, de las Farc, de Santos y de Maduro.
Los viernes el trabajo rinde más, las secretarias son más atentas y los jefes dejan de ser cascarrabias. Los taxistas se vuelven amables y las esposas dejan de cantaletear. Es el milagro de los viernes.
Es por eso por lo que digo que todos los días deberían ser viernes. El mundo cambia los viernes. Los viernes son días de amor. Los viernes desaparecen las rabias, las envidias, los deseos de hacer el mal.
Lástima que todavía hay empresas donde sus empleados tienen que trabajar los sábados. Si sus gerentes fueran inteligentes, dispondrían que la semana laboral terminara el viernes, sabiendo, como todos lo sabemos, que el viernes aumenta la productividad y los mercados de valores aumentan y los trabajadores rinden más.
Ningún día como el viernes para reencontrarse con los amigos, para revivir viejas amistades, para la celebración, para la tertulia, para la sabrosura. Ningún día como el viernes para ser felices, para volver al Paraíso.
En cambio, los lunes, ¡qué jartera! Los martes, ¡qué aburrimiento! Los miércoles ¡qué pereza! Los jueves, ¡qué cansancio! Y llegan los viernes ¡qué delicia!
Los congresistas, ellos que poco les gusta trabajar, debían aprovechar el fast track para algo bueno, y decretar que todos los días sean viernes. Y hasta es posible que la gente vuelva a votar por ellos.