“No nos conoceremos, distantes uno de otro / Sentirás mis suspiros y te oiré suspirar. / ¿Dónde estará la boca, la boca que suspira?” (…) escribió Alfonsina Storni en su poema “Un día”.
Un día, hace muy poco mudé de barrio. Y cambiaron las personas. La cajera del supermercado es india y veo su bindi en todo el centro de su frente como una diana roja. La chica de la panadería —latinoamericana de alguna parte— me sonríe con sus cejas como gusanos negros. La dueña del bazar chino —china— me cobra hablando con sus ojos en un español correcto a pesar de ser castellanomandarín. Y el ferretero lo hizo en un catalán del interior, dándome un par de consejos para instalar una hamaca que aún no tengo. Y los vecinos y vecinas —los que saludan al nuevo— lo hacen igual que todos, enmascarados, con la voz entrapada y el aliento turbio. No les conozco la boca aún; no sé si la tuercen al verme, si se pasan la lengua por el labio antes del “hola”; ignoro si les falta un canino, si llevan mostacho o carmín. Las de casa no cuentan y son las que nos recuerdan cómo son. De la nariz ni hablar. O sí. Las intuyo por la tirantez de la máscara, por el doblez de las orejas, dependiendo si el tipo de protección es FFP1, FFP2, FFP3, P1, P2, P3, EPI, si van adornadas con flores, mariposas, rayas, lunares, llevan la lengua de los Stones o las fauces de Marilyn.
No es que extrañe en particular a los habitantes del anterior vecindario, pero al haberlos conocido enteros de mueca y sonrisa, de labia y silencio, y luego verlos cubiertos no significó gran cambio. Aunque no lo hagamos conscientes, a quienes conociste “antes de”, como que los sigues viendo completos con las facciones en orden. Primero la frente, los ojos, enseguida la nariz, la boca, la quijada; tu vista de rayos supermánicos lo soluciona y les ves la comisura cuando te dicen que va a llover en el ascensor aunque en los ascensores no llueva; le contemplas el mentón hendido a uno, el lunar que tan bien le queda en el cachete a otra, o adviertes en otro y de reojo sus pelillos salientes del garfio de ave rapaz. Pero ya no, en el nuevo condado son otras personas, incompletas, como yo.
Sueño con bocas. Y cuando estoy despierto salgo a perseguirlas. Una oficinista fuma al frente de un edificio y veo cómo al dar una calada onda, sus labios finos se arrugan formando una O diminuta para después expandirse y desaparecer entre la humareda. Algo es algo. Otro señor se toma un carajillo en el bar de la esquina para animar el día y en movimiento similar contrae su boca y cuidando no quemarse, sorbe (primera vez que escribo esta conjugación); boca de labios asimétricos, pero boca. Y como las narices también meten las narices, pude ver como otro tipo en el banco de un parque se hacía una PCR con el índice derecho y sin esperar el resultado volteé para encontrarme de frente a una negacionista (o despistada) que igualmente asistió al examen nasal y me ofreció su belfo bruñido a punto de sonrisa, cosa que agradecí. Boca es boca. Y provocación es otra cosa.
Sueño con bocas. Bocas que me hablen y pueda leer sus letras, bocas que rían y pueda contar su teclado, hasta soportaría si alguna me insulta con todo su fuego. Bocas que me silben, que me soplen, que un día me canten que Alfonsina no se ha ido en soledad.
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