Existe un tiempo distinto al de la realidad, iluso, liviano, vestido de esperanza, que nos invita a pensar en la línea lejana del horizonte, arropados con la elegancia de una luna paseandera -y luminosa-, mirando al mar.

Que nos hace sentir una ausencia que regresa a su alma, como cuando los pájaros migrantes retornan, trayendo en sus picos el trino del viento y pregonando, desde lejos, el eco espiritual de la libertad.

Es un tiempo que se oculta tras un cristal, en una sonrisa, en la melancolía de una niebla o en el encanto de una ventana, para inspirarnos a cerrar los ojos y seguir, con mansedumbre, la huella de la luz en la intimidad.

Que señala la pureza del pensamiento, el peregrinaje del saber y del arte, con esa voluntad creadora de la imaginación que, sólo se satisface, cuando algo se parece -irremediablemente- a la belleza.

Entonces ya no hay necesidad de elegir, sino esperar que una ilusión extraviada se aloje en el alma y nos proponga rituales sagrados, como cuando el arco iris sugiere colores a las auroras, o a los crepúsculos.

La armonía de los sentimientos se asoma, igual a la quietud de un lago esperando el ancla de una barcarola, mientras las orillas celebran la simetría entre la víspera y la vigilia, o la fantasía busca el lugar exacto del corazón.

Los soñadores somos jardineros del silencio y la soledad, amigos de los duendes y custodios de las horas que se duermen lentas, para que el café de la mañana las despierte con música y el amor cuente su nostalgia de no haber sido…

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