Me llama la semana pasada una señora, lectora mía, según dice, pero a quien no tengo el gusto de conocer, para quejarse de que yo no escribo sobre el abuso de los colegios que cambian de uniforme a su estudiantes cada dos o tres años, sin tener en cuenta la situación “tan desmadrada” (el término es de ella) que vive la ciudad y en especial los papás de escasos recursos.
No les basta –me dice, y por el tono que emplea creo que el lloro está cerca- con pedir libros que no leen y cuadernos que no usan, sino que exigen uniformes costosos, que van cambiando año tras año.
Le digo que se queje ante la Secretaría de Educación, que es la entidad encargada de controlar a los establecimientos educativos, pero doña Inés –que así dice llamarse- me responde que ya lo ha hecho y que es inútil.
Le aconsejo que vaya a la oficina de Derechos Humanos o a la Defensoría del Pueblo, pero la señora tiene también la respuesta: “Eso le piden a uno una cantidad de papeleos y en esos trámites se va todo el año”.
Me acuerdo, entonces, que existe por ahí una oficina de víctimas. Le digo que pueda ser que allá la atiendan, pues ella y los demás padres de familia son víctimas del sistema educativo.
-Usted habla muy bonito, me dice, pero está desinformado. Esas son víctimas de los guerrilleros y de los paras, no del sistema que usted dice.
A estas alturas caigo en cuenta de que la conversa ya está larga, y que yo voy por la calle mostrando mi celular, algo que mi mujer me tiene absolutamente prohibido: “No conteste llamadas en la calle, que le pueden robar ese tatuco. No hay que dar papaya”. De modo que, para cortarla, le digo a la señora que me llama, que desafortunadamente yo no puedo hacer nada para ayudarla.
-¿Sí ve? –me dice indignada. -Y yo que creí que usted era mi última salvación, y ahora me sale con un chorro de babas, igualito a todos, hablador de cháchara.
Quise decirle que yo no hago milagros, que apenas soy un columnista y que una golondrina no hace verano, pero me colgó sin más ni más.
Guardé el tatuco, no sin antes cerciorarme de que nadie me estaba acechando. Además –me dije- ¿quién me va a robar este aparato, de los viejos, de baja gama y ya todo achacadito?
Pero el incidente me puso a recordar mis inicios de bachillerato. Como yo era el primero de la familia que iba a dejar de ser arriero, y el que iba a sacar la cara por la familia, todos los parientes y allegados colaboraron en mi ajuar. Toallas, ropa de cama, pijamas, todo lo que necesitaba, recogió mi mamá entre la parentela. Un tío, que tenía un vestido de paño negro, que había usado para alguna Semana Santa, me hizo la donación, pero mi mamá tuvo que arreglarlo, cogerle dobladillo, recortarle las mangas y achicarle el fundillo. Así pude hacerme a mi uniforme de gala para ir a misa los domingos.
Y recordé también que, a medida que yo iba creciendo, mi mamá, solícita, les iba soltando el dobladillo a los pantalones para que no me quedaran a media pierna.
Pero eso era antes. Los muchachos de hoy no se visten con la ropa del tío, ni permiten que les arreglen el dobladillo a sus pantalones. Ellos sólo tienen una exigencia: Estrenar.