Se dice que quien no arriesga un huevo no tiene un pollo; habrá quien diga que apostar así como así por la cacareada célula es muy osado, más si el aforismo resulta por cumplirse a pata de letra y tener que soportar al hijo de la gallina, tan ruidoso y tan cagón. Los huevos son mejores fritos y los pollos también.
Pero si el tema es el albur, la aventura, hay que decir sin plumas en la lengua, que el riesgo, el cambio, es la decisión que más electricidad produce en los cuerpos.
Cuerpos y mentes humanas que para seguir hablando de animales se dice justo eso, que el ser humano es un animal de costumbres, de rutinas, un ser de acomodo que tiene pavor a moverse un palmo hacia territorios desconocidos.
¿Cambiar de trabajo así me aburra como una ostra sin perla? ¿Cambiar de ciudad si aquí nací y aquí quiero morir? ¿Cambiar de pantuflas si sólo tienen quince años? Claro que no, claro que sí. Tan válido como un billete de 300 o algo más difícil, tres de 100.
Y ya que se apela a proverbios, podemos parafrasear a Eduardo Galeano y su sentencia que dice que se puede cambiar de religión, de partido político, de pareja, pero de equipo de fútbol jamás de los jamases, ni de fundas, ni por el Putas, ni porque te paguen y un etcétera con puntos suspensivos.
Suplir una creencia por otra no implica alta traición, podríamos argumentar; basta hacer cosas nimias como comer o dejar de comer ciertas cosas y ponerse más o menos ropa, entre algunos cambios en adornos de pared, mesa y joyería.
Del cristianismo al islam, del hinduismo al judaísmo, o tornarse cuáquero, o amante de Zoroastro o huir de cualquier credo hacia la nada.
Bienvenido para cada quien, si eso te conserva como buena persona, que tal parece todos nacemos así, sin mácula ni suspicacia. Cambiar para ser mejor, mejora.
Virar de partido o fundar uno nuevo no es nada nuevo. Ir del azul intenso hasta la frontera del morado sin ponerse colorados de vergüenza, del verde eco al verde vegan, del arco iris al naranja sin ponerse amarillos de la ira. Cambiar de sigla, de logo, de nombre. ¿Qué más da si un día nos levantamos más izquierdosos que derechosos? ¿Y si me voy al centro, siendo el centro tan peligroso? Dicen que en todos los centros atracan; sí, atracan los barcos que vienen desde la zurda y la conservadora. Todos contentos si cambiáramos para hacer el bien, que es más arduo que hacer el mal, pero se intenta. Y si se tratara de pareja, ¿trocar hombre por hombre, mujer por hombre, hombre en cuerpo de mujer por hombre, o simplemente cambiar de lado de la cama con la misma yunta? Todo vale si nos queremos, sin que nadie se irrite ni cambie de humor.
Cambiar de día, de año, de década nos toca a las malas, pero lo que se dice cambiar, así sea la manera de lavarnos los dientes, renueva. Cambiar da vértigo y el vértigo da emoción, cambiar sacude el coco, hormiguea en la barriga.
Arriesgarse a romper huevos para más tarde voltear la tortilla. ¡Eso! ¿Por qué no? O cambiar un rato sólo para regresar a lo de siempre. Cambio de sentido, cambio de luces, cambio de talla porque engordé, cambio de moneda, cambio el verbo cambiar, cambio de copa porque cambio de vino, “cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida”, cambio cambio cambio.
Cambiar debería ser una adicción. Y las adicciones sólo se placen cuando ya se ha probado lo suficiente y se ha escogido lo necesario. Quien no cambia, no fracasa, ni triunfa que es lo mismo si cambiamos de visión; cambiar es dejarle el huevo a la gallina o cascarlo con los ojos cerrados. Por cambiar, sólo por cambiar.