Ayer se celebró en todo el mundo el día de la bicicleta, lo que me sirvió de motivo para recordar la primera bicicleta que yo conocí. La historia es tierna, emotiva y pedagógica.
No había carretera en Las Mercedes, de manera que el único medio de transporte era la mula. Y junto a la mula, el caballo y el burro. De cuando en cuando se aparecía en el pueblo algún campesino con un buey de carga, porque la mansedumbre de los bueyes da para todo: el buey ara la tierra, el buey amasa el barro de los tejares, el buey es animal de carga…
Bueyes aparte, cierto día nombraron de maestro de escuela a Juan Francisco Vila, un ocañero que se hizo mercedeño: allí se amañó, allí se enamoró, allí se casó, allí tuvo hijos y sólo cuando le ofrecieron un puesto mejor en Ocaña, volvió a su tierra natal.
Juan Francisco Vila era lo que se dice un maestro íntegro: Enseñaba letras y números, pero también enseñaba carpintería y sastrería, a hacer pan en la casa, a cultivar hortalizas, a pescar… Vila sabía de todo. Y daba consejos.
En unas vacaciones se fue a Ocaña a recoger algunos de sus chécheres. Regresó con una caja de libros, un montón de cuadernos y lápices para regalar y una bicicleta desarmada. Un arriero le llevó la carga. Con una llave inglesa y un destornillador, fue armando el aparato en nuestros propios ojos: Llantas, pedales, sillín, manubrios y barra fueron quedando en su lugar, ante nuestro asombro de niños campesinos que nunca habíamos visto algo semejante.
Cuando el maestro se acaballó en su bicicleta y se fue rodando por las calles empedradas, los muchachos corríamos detrás suyo, con algarabía de contento, y las gentes salían a las puertas a presenciar un milagro de los tiempos modernos.
Después, el maestro le sacó provecho pedagógico a la bicicleta: Los domingos llevaba en barra a los mejores estudiantes. Los que habían hecho las tareas y se sabían las tablas de multiplicar tenían derecho a un paseo en bicicleta por las calles y callejuelas del pueblo. De modo que todos nos preocupábamos por ser buenos en la escuela para ganarnos el paseo en bicicleta.
Poco a poco, después de muchas caídas y raspones, fuimos aprendiendo a manejar el aparato, a meter los frenos, a embalar, a soltar los manubrios, a frenar en seco.
Cuando el maestro se fue, un vacío hondo de desprogreso se asentó en el pueblo. Muchos años después, como en Cien años de soledad, llegó al pueblo una familia, no de gitanos, sino de ‘turcos’. Don José Jaimed, palestino, hablando enredado y vendiendo telas, se instaló en la calle real. Una de sus hijas, la hermosa Vianny, llegó con bicicleta y todas las tardes salía, en shores, a dar vueltas por la plaza. Los muchachos, ya grandulones, admirábamos la verde bicicleta y las piernas preciosas de la ‘turca’. Como me hice su amigo, yo adquirí el derecho a montar en su bicicleta, para mi orgullo y envidia de los demás muchachos. Sobre la bicicleta yo, y sobre yo mi gorrita.
De manera que ayer no le rendí homenaje al inventor de la bicicleta, sino al maestro Juan Francisco Vila, y a la hermosa morena Vianny Jaimed, que muy temprano se fue a pedalear al cielo. Allá les estará enseñando a las once mil vírgenes a andar en bicicleta, que bien atrasaditas deben estar en eso de montar.