Es de todos conocidos que en Colombia, diferente de otros casos como el salvadoreño, no se pudo hacer una negociación que permitiera cerrar el conflicto armado y generar simbólicamente un antes y un después. En Colombia lo que hemos tenido en los últimos treinta años han sido una serie de Acuerdos de terminación del conflicto armado con distintos actores irregulares, desde el pionero con el M-19, hasta el último con las FARC-EP, donde hubo un esfuerzo de cerrar el conflicto armado llegando a un acuerdo también con el ELN. Pero desafortunadamente eso no se logró.
Por ello aquí no podemos hablar de pos conflicto, sino de un pos acuerdo, porque sigue habiendo actores del conflicto armado, pero cada vez es más evidente que tenemos es una situación de degradación profunda del mismo, en el maremágnum de múltiples violencias criminales, cada una de ellas más oprobiosas; en medio de esas violencias criminales, quienes han estado pagando los costos son los líderes y lideresas sociales, los ex combatientes de las FARC que están en su proceso de reincorporación y que han venido siendo infamemente asesinados –unos por crímenes de odio seguramente y otros por retaliaciones de otros grupos o de sus ex compañeros-, pero igualmente por toda esa multiplicidad de grupos criminales y esos rezagos de insurgencias que se mantienen. Y no estamos diciendo que el Estado no tenga responsabilidad, por lo menos por omisión, en la protección de la vida de esos compatriotas.
Esas violencias criminales, en medio de las cuales naufraga el remanente de conflicto armado es hoy día más un estorbo que alguna contribución a la dinámica de luchas sociales, como el paro propuesto por las centrales sindicales y de movilizaciones, como la minga, que se manifiestan colocando en la agenda pública sus problemas y demandas ante el país y la comunidad internacional.
En la base de esas violencias está el control de las rentas derivadas del cultivo de la coca –en lo cual están involucrados miles de campesinos pobres, que apenas sobreviven de esa actividad-, su procesamiento y tráfico que involucra diversos tipos de grupos de crimen organizado, algunos con conexiones internacionales y que para mantener su lucrativo negocio no dudan en eliminar a líderes o lideresas en los territorios; también el control de rentas provenientes de la minería ilegal o de negocios como tráfico ilegal de gasolina en zona de frontera, pero también actividades extorsivas o acudiendo al secuestro
Probablemente el ELN es quien parece estar más enredado en esas violencias criminales, en la medida en que se asume como una insurgencia con discursos de liberación nacional y con una historia muy grande, más que su presente y su futuro, seguramente. Ojalá pueda encontrar la sensatez y el realismo para dar pasos en la dirección de viabilizar unas conversaciones con el Gobierno colombiano, el actual o el futuro, pero para ello debería tomar unas decisiones que seguramente son difíciles, pero de las cuales depende la posibilidad de salir de ese pantano de violencias en que está. Pero esa es una decisión de ellos y sólo de ellos, porque ningún gobierno, ni ninguna propuesta de acuerdo son viables si ellos no deciden dejar el culto a las armas y decidir su paso a la actividad política y social, sin violencia.
El Estado tiene la obligación de adelantar una tarea en por lo menos dos ejes fundamentales: una política de seguridad pública focalizada y unas políticas de desarrollo rural –la implementación de los puntos agrarios del Acuerdo del Teatro Colón serían una adecuada respuesta-, para que los campesinos pobres encuentren opciones de cultivo y de vida fuera de los cultivos de uso ilícito.