A mi buen amigo Jorge Torres no le gustan las palomas del parque (palomas de Castilla, las llamaban el otro día). Dice que son causantes de ciertas enfermedades y que manchan (mi amigo es muy decente y habla de “manchar”) la estatua del general Santander y las fachadas de los edificios y las torres de la catedral.
Y no es que a él no le gusten los animales. Es de origen campesino y está familiarizado con vacas, cerdos, caballos y gallos. Tiene una perrita, que es su adoración, y daría la vida por ella. (La perrita de Jorge es enternecedora, muy bonita, no tiene pedigrí pero ladra como los perros finos y aúlla con un encanto que conmueve). Como dije, a él le gustan todos los animales, menos las palomas.
Con esto de la pandemia universal, a las palomitas del parque también se les puso dura la cosa. Sin gente que les lleve migas de pan. Sin fotógrafos que les echen alpiste. Sin niños que jueguen con ellas. Sin agua en la fuente para el baño diario.
Hace unos días salieron con el cuento de que las palomitas del parque Santander de Cúcuta se estaban muriendo de hambre. No sé si será verdad, pero raro no es, porque ellas lo único que saben hacer es volar en hermosas bandadas haciendo tornasoles al sol, alegrar el parque cuando descienden en busca de comida y cantar a veces aquel cucurrucucú paloma, que hiciera famoso a Pedro Infante.
Las palomas no hilan, no trabajan y sin embargo visten del más fino blanco, del más intenso negro o de los más bellos azules, como dice la Biblia de las avecillas del cielo. Las palomas son muy significativas: Fue la que le avisó a Noé que el aguacerito de cuarenta días y cuarenta noches (la primera cuarentena) había terminado, y no como el guaro del diluvio que se fue y no volvió. Al Espíritu Santo lo representan con una paloma. Para la paz, otra paloma. Siendo presidente Belisario Betancur, una vez nos obligó a pintar palomas en paredes y andenes. Santos mandó a hacer palomitas de hojalata para llevar en la solapa. Y dicen que el caldo de paloma es muy nutritivo. A las señoras en dieta de maternidad las alimentaban con caldo de gallina unas veces y otras, con caldito de paloma. Cuando el marido también tomaba consomé de paloma, la señora volvía a quedar embarazada antes de cumplir la dieta.
Como puede verse, las palomas son aves excepcionales. No puede uno imaginarse a una gallina representando al Espíritu Santo, y ni siquiera a un toche, a pesar de la hermosura de sus cantos y colores. Y por muy cucuteño que sea.
Yo, en realidad, sí quiero a las palomas. El parque de Santander puede estar sin jubilados, sin vendedores, sin emboladores, sin estatuas humanas, sin muchachas venezolanas, pero no sin palomas. Sin ellas es un parque estéril, desértico, sin alegría, como cuando quitaron las retretas de los sábados por la noche.
A raíz de esta cuarentena de forzoso y temeroso recogimiento, las palomitas tuvieron que buscar otros destinos. Las he visto caminando, con su caminadito pretencioso de virgen quinceañera, por la avenida quinta hacia arriba, en dirección a Cristo Rey, tal vez en busca de ayuda divina. Lo mismo que nosotros los humanos. Cuando estamos bien, nos olvidamos de Dios. Pero nos llega el coronavirus y somos todos devotos, rezanderos y creyentes.
Antes, las palomitas pasaban la noche en los altos de la catedral, con la seguridad de que el tañido de las campanas al otro día, les señalarían la hora de bajar por el alpiste. Ahora, con las campanas silenciadas y el parque muriendo de soledad, las palomas tomaron otros rumbos, a la espera de que manos caritativas les lancen una manotada de maíz pira o de arroz del día anterior.
Muchas salieron de la ciudad. Piensan que tal vez bajo otros cielos la vida les sonría, como en el poema de Porfirio Barba Jacob. Ojalá que así sea. Mientras pasa esta peste, para que después puedan volver a alegrar el parque y alegrarnos la vida, como en las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer: “Volverán en tu ventana los nidos a colgar”.
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