Nos llevó el patas, dicen los tratadistas, los científicos, los sociólogos y el loquito de la esquina cerca de donde vivo que, cuando se la fuma verde, amanece arreándole madrazos a la gente, y alternándolos con carcajadas y con gritos: “El mundo se está acabando. Ya empieza el otro”.
Yo no sé cuándo se acabará este mundo, pero como van las cosas, creo que no demora mucho. Lo que nunca nos imaginamos, es que todo iba a suceder por un pinche murciélago chino.
Es cierto. Las cosas ya están cambiando. Yo no he podido volver a misa los domingos y fiestas de guardar, como nos lo preceptuaba Astete. Las iglesias cerradas, las campanas mudas y el órgano silenciado constituyen una dolorosa señal de que como vamos, vamos mal. La misa ahora la vemos por televisión y, lo mejor, sin dar limosna. ¿Cómo harán nuestros hermanos descarriados para recoger los diezmos? ¿Puerta a puerta, casa a casa, golpe a golpe, como los Testigos de Jehová?
La educación está cambiando. ¿Para qué megacolegios o grandes edificaciones universitarias, si ya no hay necesidad de ir al colegio ni a la universidad? ¿Y los fabricantes de morrales y de loncheras, ahora qué harán? Las cosas ahora se enseñarán sin la carreta de los profes, diciendo apenas lo necesario y lo demás que lo investiguen los estudiantes, es decir, las mamás. Es el cambio.
Y el comercio, igual. Las compras se hacen por internet y llegan a la casa. Ya no habrá centros comerciales ni grandes almacenes. La librita de carne para la semana y el pan de los desayunos y las hamburguesas de los fines de semana, ya los envían a domicilio. ¿Para qué lujosos restaurantes?
¿Para qué hoteles, si las gentes no pueden viajar? ¿Para qué aviones y aeropuertos, barcos y puertos, buses y terminales, si está prohibido ir de un país a otro, de una ciudad a otra, de un pueblo a otro?
Por mi casa pasa de cuando en cuando un embolador con su cajita de madera y su andar gacho. ¿Zapatos para brillar? –me dice, con cara de esperanza. Yo lo tenía acostumbrado a una emboladita cada dos o tres meses. “No, amigo- le digo - ahora no salgo, ¿para qué embolar?”
Todo está cambiando. Y si la cuarentena se alarga, nos quedaremos con la costumbre y todo será otra cosa. El mundo funcionará de otra manera. Ya ni a los bancos hay que ir, porque las transacciones se hacen por el celular, en par patadas, sin colas, sin acercamientos peligrosos, sin pérdida de tiempo. Los libros se acabarán, porque ahora hay audiolibros. Los médicos hacen videoconsultas con sus pacientes, los curas confiesan por celular y las reuniones de junta se hacen por zoom.
Los fabricantes de ropa están quebrando, porque para estar en casa, cualquier chiro sirve. Los fabricantes de calzoncillos, de brassieres y de cucos, están llamados a desaparecer pues estas prendas en casa no se usan.
¿Y del amor que será? El enamoramiento puede hacerse por internet. ¿Pero y los otros menesteres que le son inherentes?
Tiene razón el loquito de mi cuadra cuando se la fuma verde. El mundo se está acabando, y ya viene el otro. Y nosotros haciéndonos los toches, con tapabocas y un frasquito de gel en el bolsillo. El mundo de Noé se acabó por un diluvio. Sodoma y Gomorra, por fuego. Los países de antes por las guerras y las pestes. Y nosotros, por un murciélago. ¡Qué desvalorizada nos pegamos!