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Se acabaron las vacaciones. ¡Gracias a Dios!
Existe una aversión genética a la escuela y  al colegio. El primer día de clases para los más pequeños es un martirio.
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Martes, 24 de Enero de 2017

Los humanos se dividen en dos grandes grupos: padres de familia e hijos. Muchas veces, una misma persona puede ocupar los dos rangos, pero en concreto siempre actúa según el momento, o como papa o como hijo.

Dicho lo dicho, hay que decir que, en materia de vacaciones escolares, hijos y padres las ven de distinta manera. O sea  que mientras unos las disfrutan (los hijos), los otros (los papás) reniegan de ellas y ruegan al Señor que los tales asuetos terminen rapidito.

Los estudiantes viven pendientes de los puentes festivos, de las celebraciones religiosas (Semana Santa), de las vacaciones con fines turísticos (en octubre),  de las fiestas patrias, de las vacaciones semestrales y de las de fin de año. Cualquier descanso es bueno, cualquier hora sin maestro es un gozo, cualquier capada de clase es una dicha.

Existe una aversión genética a la escuela y  al colegio. El primer día de clases para los más pequeños es un martirio. Lloros, súplicas y pataletas son el común denominador en el Jardín, el día de inicio de labores escolares. Los niños gritan, las mamás se desesperan, las profesoras intervienen y los otros niños que ya se habían calmado vuelven a comenzar el barullo. Las angelicales criaturas se vuelven unos diablillos revoltosos, y todo es un concierto en el que los músicos desafinan en desorden, sin ton ni son. De nada valen promesas de premios y castigos. Como siempre, los niños salen victoriosos de la faena. 

Otra cosa sucede con los hijos ya grandes, los del bachillerato. Éstos no lloran para ir al colegio, pero la levantada temprano sigue siendo un dolor de cabeza para todo el mundo. Los volantones  se inventan el resfriado, el malestar, la fiebre y el virus, con tal de faltar a las aulas.

Los estudiantes saben que las clases de castellano, las tareas de matemáticas, las exposiciones de sociales y las fórmulas de química constituyen el peor castigo que Dios infringió a la raza humana. De tal manera que cuando llegan las vacaciones,  los estudiantes, grandes y pequeños, se sienten tan felices como si hubieran cogido el cielo con las manos.

En vacaciones los muchachos duermen hasta tarde, juegan fútbol en la sala, brincan sobre los muebles recién estrenados en diciembre, parten la loza de la cocina e instalan la cancha de banquitas en plena calle, sin importarles las gentes que caminan por el andén ni los carros y motos que pasan veloces, haciendo maromas para no atropellar a los jugadores que celebran el gol con caramillos humanos.

Por su parte, las mismas vacaciones son el extremo opuesto para los padres de familia, que no ven cuándo llegará el día del retorno al colegio. Las mamás, día tras día, miran el calendario que cuelga en la pared de la cocina y hacen cuentas de los días, las horas y los minutos que faltan para el venturoso fin de las extenuantes vacaciones. Casos se han visto de madres que caen enfermas o deben ser llevadas al manicomio, a causa de los terremotos que deben soportar todos los días del llamado descanso escolar.

Y es, entonces, cuando papás y mamás caen en cuenta de valioso papel que desempeña el colegio. No importa que los niños no aprendan. No importa que pierdan el año. Lo único  verdaderamente de importancia es que sus adorables hijitos están en el colegio, bien cuidados y supuestamente bien juiciosos.

Es entonces cuando los progenitores valoran casi en su justa medida el oficio de los profesores  no tanto como maestros sino como guardianes y vigilantes de sus hijos.

Por eso estos días, los papás están de fiesta. De plácemes. Ni siquiera saben en qué año matricularon a sus hijos. Lo que sí saben es que ya terminaron las vacaciones. Y están tan felices, que les compran, sin chistar, todo lo que el colegio pida, porque bien vale la pena lo que sea, con tal de tener bien lejos a sus adorables pequeñines.

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