La voz de alarma me la dio una prima. “¿Dónde compra usted sus calzoncillos, primo?”, me dijo un día que nos encontramos, hace poco, en el parque Santander.
-Yo no compro, me los compra mi mujer –le dije. Mi prima estaba al borde del llanto. La abracé y le pregunté por qué unos calzoncillos la ponían en ese estado.
-Es que Israel, mi marido, cumple años mañana y como la vaina está tan jodida, le pensaba regalar unos calzoncillos, de esos baratones, pero no consigo. En ningún almacén, donde yo los compraba, los venden. “No volvieron a llegar”, me dicen. Sólo hay de esos apretados que llaman bóxeres, pero a mi marido no le gustan porque siente que se está ahogando. Además son caros. ¿Usted de cuáles usa, primo?
-Yo también uso de los anchos, cómodos y frescos. Los de ahora me aprietan y me quitan el sueño –le contesté.
-¿Es que usted duerme con calzoncillos? ¡Cochino!
-A veces –reconocí, avergonzado.
-Israel duerme en pura almendra, como Dios lo botó al mundo –añadió, muy seria.
-¡Y usted, feliz! –le dije, queriéndole poner humor a la cosa.
Pero el palo no estaba para cucharas. Mi prima no estaba para bromas, me regañó con la mirada, y enseguida me dijo:
-Llame a su mujer y pregúntele dónde los compra ella, de esos anchos y ventilados.
Le hice caso, pero casi me arrepiento:
-Mi amor, ¿Qué dónde compra usted mis calzoncillos?
-¿Y eso? ¿A quién le importan sus calzoncillos?
Tuve que echarle todo el rollo de la tragedia de mi prima, y hasta las puse al habla, porque me pareció que dudaba de lo que le estaba diciendo. Mi mujer le dijo que, en efecto, los calzoncillos de la moda antigua, se están acabando. Que ella me los manda a hacer donde un sastre vecino, de tela suave, que no apriete ni cause alergias, como le pasa a un amigo.
No sé en qué quedarían, me despedí de la prima y me fui pensando en la tragedia que pueden significar unos calzoncillos.
En este asunto hay mucha tela por cortar. Y mucha historia. Mi abuelo Cleto Ardila, el arriero, los usaba hasta el tobillo, con un cordoncito para amarrar a la pierna. Mi papá, más modernizado, los usaba hasta la rodilla. Cuando yo me fui al internado, mi mamá me hizo los calzoncillos, de tela de rayas, que me llegaban a medio muslo. Ahora es mi mujer la que ordena qué debo usar, porque es ella la que maneja todos mis asuntos.
Sería interesante que algún académico de la historia, dictara un conversatorio sobre la historia de los calzoncillos a lo largo de toda la humanidad. Quién los inventó, por qué, cómo, cuándo y dónde. Bonito tema, señor presidente. Se nos llena la academia. Seguro.
Según Daniel Samper Pizano hay varias clases de calzoncillos: adánicos, barrocos, púdicos, sobre medidas, pragmáticos, castos, tarzanescos y suicidas. En cuestión de gustos, no hay disgustos, dicen los entendidos.
Pero me preocupa que ya no se consigan. ¿Será que el uso de calzoncillos se está extinguiendo, como se acabaron los medio fondos para las mujeres y como se acabó el sombrero y se está acabando el uso de la corbata?
Si así es la vaina, esto se va a poner feo. Porque los yines son muy bastos y causan escozor al contacto directo con la piel. Uno debe sentirse como si le faltara algo esencial. Y además se corre el riesgo de que de pronto se baje la cremallera en plena calle, y quedan todas las nimiedades y vergüenzas, expuestas al escarnio público y al qué dirán.
En los países socialistas los hombres no usan calzoncillos, debido a la escasez de telas. Sucede en Nicaragua, Cuba y Venezuela. Por eso yo no voté por Petro. Para no correr el riesgo de que se nos ampollen las partes nobles, por el escozor que produce el dril revolucionario, pues dicen que la fiebre izquierdista es como un sarampión, que produce piquiña. Conozco varios izquierdosos con la piquiña alborotada. Debe ser que no usan calzoncillos, preparándose para la escasez.