Razón tenía el presidente Santos cuando dijo que no habían podido firmar el acuerdo de paz en la Habana en la fecha prevista, porque el tiempo vuela y faltaban ciertos detalles por finiquitar.
El tiempo, que vuela y no da espera, se convirtió así en el enemigo número 1 del proceso, más incisivo que la oposición de los uribistas. De paso nos dañó a los colombianos la ilusión que teníamos de tener este año otros dos premios Nobel: Juanpa y Timochenko. Otro año será.
Pero el tiempo no sólo se ensañó contra Santos haciéndolo quedar como un chocato con sus promesas incumplidas. A todos en algún momento de nuestras vidas nos afecta el veloz transcurrir del minutero.
Empezamos a vivir y cuando nos damos cuenta ya estamos agobiados por el paso de los calendarios: calvos, arrugados y viejos. Es la ley de la vida, como lo dice un bolero, el nacer y el morir.
Poetas, músicos y compositores le han cantado a la tragedia de no saber detener el tiempo. Que si lo pudiéramos parar, otro gallo nos cantaría.
¿Se acuerdan de aquella hermosa canción de Roberto Santoral, famosa en las voces de Los Panchos, Reloj?
Reloj, no marques las horas/ porque voy a enloquecer/ ella se irá para siempre/ cuando amanezca otra vez/. Reloj detén tu camino/ haz esta noche perpetua/ para que nuca se vaya de mí/ para que nunca amanezca.
Pero el reloj no se detuvo, amaneció y el amor de Santoral se fue para siempre. Parece ser que el autor le compuso este bolero a su mujer, que estaba agonizando sin posibilidades de vivir.
El reloj no tiene la culpa de que el tiempo corra, pero al fin y al cabo es el que nos indica el avance indetenible de los segundos y los minutos y las horas.
El hombre, en su afán de medirlo todo y de meterse en las cosas misteriosas de la vida, inventó el reloj, para después andar despotricando de él. Parece que los egipcios fueron los primeros en idearse este instrumento. Los hubo de agua, de viento, de sol y de sombra.
En Cúcuta se puede apreciar por los lados de la zona franca, un reloj de sol. La sombra de una varita va marcando las horas de acuerdo con el giro de la tierra alrededor del sol. Muy ingeniosa la construcción y muy bonito el detalle de los masones que le regalaron a la ciudad este reloj. Lo malo es que en días nublados o de lluvia nos quedamos mirando para San Felipe.
En la desaparecida Gramalote había un reloj muy especial, que, además de marcar las horas, señalaba las fases lunares: menguante, creciente, luna nueva, luna llena. Quién sabe a dónde iría a parar ese reloj, después de la tragedia.
Hace algún tiempo, los campesinos de Las Mercedes no tenían reloj. El progreso no había llegado a los montes. Pero a ellos, sabios que son, les bastaba con mirar al cielo por los lados del sol, para saber que ya era la hora del almuerzo o de la merienda.
En la Torre del reloj, en Cúcuta, donde funciona la Secretaría de Cultura departamental, existe un reloj musical, que tocaba el himno nacional a las doce del día y otras tonadas a otras horas. Pero un mal día, el reloj se silenció. Fuera bueno que el gobernador, que es amante de la música y que canta, y su secretario buscaran la llave y le dieran cuerda o le cambiaran la pila y nos pusieran a sonar las Brisas del Pamplonita.
A las iglesias de ahora ni les hacen torres, ni les ponen reloj. Dirán los curas que ya sobran estos relojes, sabiendo que todo el mundo carga en el pulso un reloj suizo o japonés o chino, pues los hay para todos los gustos. Además, los celulares muestran la hora, y no hay un cristiano que no tenga celular.
Sea como sea, el tiempo no se detiene, aunque el reloj esté dañado. Y aunque cantemos con Los Panchos: Detén el tiempo en tus manos para que nunca amanezca.
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