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Recordando a la doctora Cristina
Con timidez le pedí que me permitiera leer un poema. Accedió muy amablemente, sin conocerme, y desde entonces nos unió una gran amistad.
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Jueves, 21 de Septiembre de 2023

La tarjeta decía: “El colegio Cristina Ballén tiene el gusto de invitarlo a la sesión solemne del Centro literario Eligio  Álvarez Niño, que se efectuará en el auditorio principal del Hotel Arizona”. Allá llegué esa tarde de viernes cucuteñamente caluroso, hace ya muchos años. Y fue allí cuando empecé a valorar la inmensa capacidad creadora y literaria de Cristina Ballén Spanochia.

Con timidez le pedí que me permitiera leer un poema. Accedió muy amablemente, sin conocerme, y desde entonces nos unió una gran amistad.

La poesía era una de sus debilidades, y su colegio, de estudios comerciales para señoritas, se volvió una especie de casa de literatura.  Ella ayudaba, aconsejaba y tendía la mano generosa.

Siendo yo presidente de la Asociación de Escritores de Norte de Santander nos dio por crear los Viernes culturales, una actividad que realizábamos en uno de los salones de Fenalco, cuya directora ejecutiva, Gladys  Navarro, nos abría las puertas cada ocho días. Todos los viernes, la doctora Cristina y el profesor de su colegio Augusto Navarro llegaban con una olla inmensa, de las de hacer hayacas, llena de un coctel sabroso, que ella misma preparaba y cuya receta no nos quiso dar.    Canciones, poesía, lectura de cuentos y proyección de cortometrajes de la vida de escritores, actividad con que nos deleitaba el escritor también fallecido Pedro Cuadro Herrrera, eran nuestro deleite de aquellos inolvidables viernes culturales, cuya alma tenía un nombre, oloroso a verso, pasión y serenata: Cristina Ballén.

Pamplonesa, de origen humilde, fue una mujer emprendedora desde muy temprana edad. Los domingos se iba a montar en bicicleta, por los lados de la plazuela Almeyda, al lado del Pamplonita. Cierto domingo, unos muchachos le propusieron que les alquilara su bicicleta y ella, de gran corazón y con el bolsillo necesitado, les dejó por un rato su vieja bicicleta. Al domingo siguiente, se apareció con dos bicicletas, la suya y otra de un familiar, y las alquiló toda la mañana. El negocio le llamó la atención, y así, domingo a domingo, ella buscaba bicicletas de amigos y compañeros, las alquilaba y algo les daba a los dueños. Fue tanto su éxito, que alquiló un local en aquel sector y allí montó su empresa de alquiler de bicicletas ajenas, alquilaba revistas de muñequitos y vendía helados a los ciclistas para que calmaran su sed.

Ella me contaba con gran satisfacción, aquellas anécdotas, que la formaron como emprendedora. Así, cuando terminó sus estudios de Supervisión educativa, en el Instituto Piloto de Pamplona (hoy ISER), no buscó trabajo como profesora o supervisora. Fundó su propio colegio en Cúcuta, todo a crédito, dirigido en especial a las niñas de escasos recursos y enfocado hacia el Comercio, para facilitarles la consecución de trabajo a las egresadas. Se hizo abogada, pero toda su vida estuvo dedicada a la educación y la literatura. Le fue muy bien con el colegio, hasta cuando algún alcalde le quitó las becas que el municipio daba a las niñas más pobres.

Muchos años después -para usar el lenguaje garciamarquiano- volvimos a encontrarnos en la Academia de Historia, entidad de la que fue vicepresidenta y presidenta encargada.

La doctora Cristina ponía en lo alto, como un estandarte, el concepto de la verdadera amistad. Jamás olvidaré el día del entierro de mi papá, en la misa de exequias. Las alumnas del último año de su colegio hicieron calle de honor con rosas blancas para despedir a mi papá, en la iglesia de los padres Carmelitas. Hoy, desde mi corazón, le brindo también mi manojo de rosas blancas. ¡Feliz viaje, doctora Cristina!


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