En aquella época, los arrieros mandaban la parada en el pueblo. Comerciantes, agricultores, constructores, cocineras, todos dependían de lo que llevaban en sus mulas aquellos caminantes, que desafiaban inviernos y soles para llevar sus cargas desde Sardinata. Por eso dijo alguna vez el poeta: “Los viernes llegaban los arrieros, y era como una fiesta en todo el pueblo”.
Uno de los arrieros más sobresalientes fue don Ángel Facundo Botello, patriarca, amigo del progreso (fue el primero en construir una casa de balcón en Las Merecedes), forjador de una familia sana y trabajadora, y jugador de bolo criollo los domingos en la plaza.
Vestía de saco de dril, a la usanza antigua, y calzaba cotizas, como corresponde a un caminante. Le dejó al pueblo no sólo su ejemplo de hombre recto y trabajador
y una hermosa casona de dos pisos y una finca de pastos y de mulas, al frente del pueblo, al otro lado de la quebrada, sino también una catorcera de hijos, que siguieron su ejemplo de rectitud, de trabajo y de gente buena.
Cuando uno de ellos, José Benildo, regresó del cuartel, llegó convertido en todo un chacho, un galán de película, un joven a quien todas las muchachas del pueblo, que estaban en la edad de casamenteras, le echaron el ojo de inmediato. Un marido como ese (sano, que no iba a las cantinas, que rezaba de noche el rosario con sus papás, dedicado de lleno a su trabajo y con libreta militar de primera) pocas veces se consigue.
Pero el hombre no era un tipo fácil. Con una sonrisa pesaba la media libra de tripa y despachaba amablemente a la que trataba de hacerle carantoñas. Además, ya él estaba flechado por la hija de la vendedora de guarapo, al lado de la pesa. Rita, la muchacha, no tuvo que hacer ningún esfuerzo para conquistarlo. Su bonitura, sus grandes ojos y su cuerpo esbelto hicieron el trabajo. Y ella no era ajena a los requiebres y piropos de Benildo. A punta de miradas se enamoraron y, una tarde calurosa él le confesó su amor. Ella se sonrojó y le dijo que la dejara pensarlo, pero desde entonces, cuando el sol arreciaba sobre el toldo donde el hombre vendía la carne, Rita, solícita y cariñosa, corría a llevarle una totumada de guarapo fresco y dulce, del que no emborracha.
Y así, entre guarapo, visitas cortas y piquitos clandestinos, aquel amor se hizo grande, y un día sucedió lo que tenía que suceder: Benildo y Rita se hicieron marido y mujer. La iglesia se llenó para la fiesta y la casona de balcón se llenó para la fiesta. Doña Antonia repartía chicha y don Ángel y doña Teodolinda bailaban. Aún se recuerda aquel matrimonio en el pueblo.
Benildo y Rita formaron un hogar envidiable, a ejemplo de sus mayores. Se llenaron de hijos a los que formaron con amor, pero con disciplina. Con buenos consejos y a punta de correazos. Unos salieron abogados, otros salieron comerciantes, algún filósofo y hasta un político salió de la manada.
Pero como tampoco hay dicha que dure cien años, Benildo enfermó, y la semana pasada se marchó al cielo, donde estará a la derecha del Padre Eterno. De eso no me cabe la menor duda, porque Benildo Botello fue un buen hijo, un buen marido, un buen padre, un buen mercedeño, un buen creyente y un buen amigo. En definitiva, un buen hombre, como pocos. No lo pude acompañar a su entierro, pero desde esta columna le envío a él, mi hasta luego; a Rita, mi saludo solidario y a sus hijos, mi abrazo cariñoso.