No lo digo yo. Lo dicen los que saben y a ellos hay que creerles. Aseguran que cuando a la gente le gusta leer, va por buen camino, y que un pueblo que lee, es un pueblo que quiere salir adelante.
Sucedió en Chinácota, la semana pasada, en vísperas de las fiestolainas del pueblo. Sabido es que las fiestas de Chinácota tienen fama por ser de las mejores del departamento. Este pueblo tiene el privilegio de gentes amables, que ofrecen al visitante buen clima, buenas atenciones y buena rumba.
Dicen que el que va a Chinácota sigue yendo por el resto de sus días. Algo le dan, algo lo transforma, algo hace que el turista se vuelva parroquiano de Chinácota.
Tal vez es el encanto de las mujeres, que son hermosas; tal vez, el cerro de la vieja, que recuerda leyendas; tal vez, el suave frío de los atardeceres, o los jardines que adornan casas y calles y balcones. No sé, pero hay un cierto hechizo en el ambiente. Por eso Chinácota se rodeó de cabañas por los cinco puntos cardinales (cinco, como dijo Maduro). Por eso, desde mucho antes de llegar al poblado, se empieza a respirar un aroma de alegría y sabrosura.
Y por ser cuna de mujeres bellas era que allá hacían el reinado de la belleza nortesantandereana, hasta que algún envidioso quiso hacer lo imposible: superar el festejo con que los chinacotenses recibían a las representantes de los demás municipios. Desde entonces, el reinado departamental se vino abajo.
Y levantará cabeza sólo el día en que le devuelvan a Chinácota el derecho de coronar en sus lares a la nortesantandereana más bella.
Pues bien. Faltaba una cosa en las ferias de Chinácota: un empujón a la cultura popular. Fue necesario que llegara a la Alcaldía una mujer amiga de libros y poetas, enamorada de la literatura y de los que la escriben, deseosa de que todo el pueblo tenga acceso a las actividades culturales.
Fue necesario, digo, que Nubia Rosa Romero llegara a la Alcaldía y que dijera: El abrebocas a las Ferias y fiestas será una jornada cultural.
Y así fue: La alcaldesa, su secretario de cultura y los gestores culturales del municipio se fueron casa por casa pidiendo una limosnita de libros, para hacer una feria en el parque. Y les fue bien. El día anterior al inicio de la parranda, el parque Ramón González Valencia se llenó de libros y de gente deseosa de libros.
Allí había libros viejos y nuevos. Libros gastados y sin gastar. Libros leídos y otros que “se envejecieron sin hallar lector”, como dice alguna canción colombiana. Libros gruesos y delgaditos, empastados y sin pasta, rayados y sin rayar.
A cada asistente al parque se le obsequió un libro, el libro que quisiera. Fue una bonita experiencia, que ojalá todos los pueblos repitieran, antes de sus fiestas. Es la fiesta del libro. Por algo se empieza.
Pero no se conformaron los organizadores con obsequiar libros. Invitaron escritores que los acompañaran y que le contaran a la gente sus experiencias. Allá estaba Serafín Bautista Villamizar, quien hace poco hizo el lanzamiento de su libro “Hasta el viento olvidará mis pasos”. Y allí estaba, haciendo la presentación de su más reciente obra, “Cuando las diosas enfermaron de celos”, el escritor Orlando Cuéllar, que firmaba y firmaba libros para regalar, y había otros escritores, y en la tarima principal, la alcaldesa sonreía, satisfecha por la presencia de sus amigos poetas y por la buena acogida de su propuesta cultural.
Al otro día comenzó la rumba, pero los libros fueron primero. Primero la poesía, y luego la bebeta. Primero la literatura, y luego la parranda. Así se hace, alcaldesa. Primero los poetas y después los borrachitos.