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Presupuesto y financiamiento
La experiencia reciente deja dos lecciones.
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Martes, 21 de Octubre de 2025

Con la ayuda de lecturas frescas, recientes tertulias provechosas en Bogotá y recordando conocimientos de derecho tributario y hacienda pública en la universidad, echo mi cuarto a espadas para opinar en el debate del presupuesto general de la nación -PGN-. El debate del presupuesto en el Congreso no es un ejercicio contable: es el espejo de nuestras prioridades como país. Este año, además, trae un capítulo inevitablemente ligado: la ley de financiamiento. Aunque se tramitan por rutas distintas, su relación es directa. El presupuesto define en qué se gasta; la ley de financiamiento cierra el faltante cuando los ingresos proyectados no alcanzan. La Constitución lo permite y lo condiciona: si se planea gastar más de lo que entra, hay que mostrar de dónde saldrá la plata.

El Gobierno presentó un proyecto de presupuesto ambicioso en cifras y rígido en compromisos. La inversión social, la transición energética y algunos alivios sectoriales compiten con una realidad fiscal apretada y con una regla que exige prudencia. De ahí la ley de financiamiento: un paquete para conseguir recursos adicionales mediante ajustes tributarios, recortes a exenciones, impuestos “saludables” y medidas ambientales. Sus defensores sostienen que no toca la canasta familiar y que apunta a quienes más pueden contribuir, como los de ingresos extraordinarios. Sus críticos alertan por el efecto en el costo de vida -en especial por gravámenes a combustibles y consumos-, por el impacto en la actividad empresarial y por la fatiga tributaria de los últimos años.

La experiencia reciente deja dos lecciones. Primero, el presupuesto sin respaldo político termina naufragando o saliendo por la puerta estrecha del decreto, con el costo de incertidumbre para regiones, contratistas y hogares que dependen de esos recursos. Segundo, una ley de financiamiento sin consenso amplio corre el riesgo de archivarse, forzando recortes de gasto o aplazamientos que también golpean la economía real. Ni el atajo ni el choque frontal son sostenibles.

¿Qué debería priorizar el Congreso? Tres cosas simples. La primera, claridad macro: un presupuesto creíble en montos y en fuentes, sin apuestas de recaudo improbables ni rubros de inversión sobreprometidos. La segunda, calidad del gasto: antes de pedir más impuestos, es razonable demostrar mejor ejecución, recortar beneficios ineficientes y reevaluar programas que no muestran resultados. La tercera, progresividad con moderación: cerrar exenciones regresivas y combatir la evasión es más justo que subir tarifas de manera general; al mismo tiempo, cualquier ajuste en combustibles debe ser gradual y compensado para no encarecer transporte y alimentos.

El país necesita un acuerdo mínimo: que el presupuesto se apruebe con cifras financiables y que la ley de financiamiento se concentre en corregir inequidades y tapar huecos con el menor daño posible al empleo y a la inversión. El Gobierno tiene la obligación de escuchar y ajustar; la oposición, la de proponer alternativas responsables, no solo decir que no. Lo contrario nos devuelve a la parálisis: más ruido, más incertidumbre y menos resultados.

En un contexto de bajo crecimiento y estrechez fiscal, la política no puede darse el lujo de improvisar. Un presupuesto sincero y una ley de financiamiento quirúrgica no son un triunfo de nadie en particular: son un respiro para todos.


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