
Tenía una pereza infinita por hablar del tema –pensaba que ya se habría dicho bastante y se diría otro tanto–, pero al final el bombillo no se prendió con otra cuestión y me decidí por escribir acerca del famoso apagón en España y Portugal. Lo hice porque miré con otros ojos a los niños del patio de la escuela de enfrente, porque caí en cuenta de la fragilidad del ser humano ante un percance como este y porque me acordé de una canción del compositor colombiano Lucho Bermúdez, “Prende la vela”.
Son la doce y treinta. Termino de escribir y voy a la cocina. Enciendo la luz, doy dos pasos y como si por broma alguien la apagara a mis espaldas, la luz se fue. ¡Pum! Comprobé el interruptor una, dos veces, nada; la luz del pasillo, nada. Salí al rellano y me encontré con un vecino que hacía lo mismo. ¿Se te fue la luz? Sí. Aquí también. No hay ascensor… Al cerrar la puerta, me dije, bueno, será por alguna obra cercana.
Pero no, siempre avisan con tiempo y el arreglo no demora más de una hora o dos. Pasan los minutos y como no hay WiFi, producto de primerísima necesidad, compruebo con los Datos y nanay. Tampoco hay Internet. ¿Llamadas? tampoco. (Signos de admiración y de interrogación). Menos mal cocino con gas, me llega algo de luz natural y como tengo un transistor minúsculo, lo busqué y lo prendí. Y me enteré. El gobierno daba palos de ciego y la oposición –encendida aunque no hubiera luz– repartía varapalos. Lo demás ya lo sabemos todos.
Bueno, saber, saber, pues lo que nos han contado. Hubo gente que la pasó mal, sin duda, porque no podía hacer otra cosa que esperar, preguntarse y preguntar qué carajos estaba pasando. En un segundo, quedamos todos desnudos ante la ultra dependencia de la energía eléctrica. En algunos pueblos pequeños de los dos países, la luz se fue un par de horas, en otros no se fue y en otros sí, simplemente porque pasa todos los días. Y otros tantos tuvieron que esperar hasta veinticuatro horas.
¿Y en las grandes ciudades? Pues el desconcierto sin instrumento. Menos mal ya era mediodía y el personal ya había usado la cafetera, el espumador de leche, el microondas, la tostadora, la “air fryer”, el robot estaba comiendo polvo y el móvil estaba cargado. ¿Las noticias? Se habían escuchado las mismas, nada nuevo, nada emocionante; (Gaza y Ucrania ya aburren. Putin y Trump son aburridísimos). La pípol ya se había secado el pelo, había exprimido las naranjas, había hecho el batido energético, alguien ya habría puesto en marcha al aire acondicionado, porque sí, el calentamiento es un hecho.
Y otro tanto había abierto la nevera mil veces (unas a medio llenar, otras medio vacías, otras repletas con cosas pudriéndose al fondo). Y todo el personal, antes de apagar las luces, (más de las que debieran estar encendidas), salió de casa para hacer lo que decreta el siglo veintiuno.
Y el siglo veintiuno se nos vino encima, muy eléctrico, muy informático, muy cibernético, menos analógico y algo absurdo. Nos creemos tan poco salvajes, que si hubiera pasado la noche entera y algo más sin energía eléctrica, habríamos descubierto lo contrario. La tal canción invita a encender la vela, pero para bailar la cumbia y el mapalé, cosa que no hacían los niños en su recreo eterno. Vi niñas y niños con otros movimientos, jugando, corriendo, empujándose; alegres, ajenos, primitivos, ignorando la gran tragedia, la gran comedia. Sin velas ni tener cómo encenderlas. Para qué.
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