Acabo de leer que una pareja fue muerta a tiros a causa de una pelea de perros. Esto me ha servido para recordar cómo hay tragedias por animales. Es decir, no se sabe quiénes son más animales, si los hombres que agreden a otros hombres por defender a sus mascotas, o las mascotas que pelean, sin esperar que sus amos mueran debido a tales peleas.
En Las Mercedes hubo una época en que era notoria la afición por las corridas de toros. Cuando las fiestas patronales de antes (no sé las de ahora) no podían faltar los toros, aunque fueran vacas o novillos. En la plaza improvisaban con tablas y palos y tablones unas graderías, en forma de círculo, donde se acomodaban los asistentes a presenciar las corridas, que se iniciaban con pasodobles y desfile del torero y su cuadrilla, todos con traje de luces.
Era un espectáculo maravilloso, que sólo se repetía cada año y a donde llegaban todos a una, a disfrutar de una tarde de sol y arena, que obligaba a levantar la bota llena de manzanilla, quiero decir, el calabazo con guarapo o chicha espumosa, de esa que hace ojitos.
En aquellas graderías se sentaban por igual, el cura y el sacristán, el corregidor y la dueña de la pensión, el comerciante y el arriero, la lavandera y la señora encopetada. Una verdadera democracia. Pan y circo para todos, como en la antigua Roma.
Un día el toro, embravecido por las banderillas, se trepó a las graderías de tabla y allí sucedió la tragedia: todos corrían, caían unos sobre los otros, los músicos soplaban en vano, el toro bramaba y corneaba, y los peseros corrían con sus sogas a amarrar al enfurecido toro. No hubo muertos, pero sí magullados y heridos. La fiesta terminó entre lamentos de unos y risas de otros.
Las peleas de gallos fueron escasas. Parece, según cuentan, que el juego no prendió en el pueblo porque una tarde, tarde de domingo de ramos, hubo un muerto a causa de los gallos.
Resulta y pasa que don Agustín, un viejo del campo, quiso probar suerte ese domingo en la gallera, y se le acercó a Pablo Antonio, un arriero, aficionado a estas apuestas: “Aconséjeme, compadre, a cuál gallo le apuesto”.
-Dicen –le contestó el arriero- que el colorado es un gallo muy bueno, excelentemente bueno.
-¿Será, compadre?
-Eso dicen.
El campechano le apostó sus ahorros al colorado. Empezó la pelea y en un dos por tres el gallo negro despachó al gallo colorado, que ni siquiera tuvo tiempo de aletear antes de empezar su viaje a la eternidad. Enfurecido, don Agustín se le fue al arriero a hacerle el reclamo: “Perdí todo por culpa suya, por sus malos consejos, compadre desgraciado”.
-Yo no le aconsejé nada. Sólo le repetí lo que decían: que el colorado era un gallo muy bueno. Y tan bueno resultó, que no fue capaz de matar al otro. Excelentemente bueno, compadre.
De nada le valieron las explicaciones. El campesino, enfurecido, lo agarró a machete, y desde entonces se acabaron los juegos de gallos en Las Mercedes.
Cuentan de domadores de tigres que mueren a manos de sus fieras. Por eso es mejor no acercárseles mucho a las fieras. Ni siquiera a la de la casa, donde las hay.